jueves, 29 de diciembre de 2016

Patos salvajes

 
   



  Nunca un epitafio fue tan acertado. Amador Bolado, rezaba tallado en su nicho: cuyo único pecado fue ser en exceso generoso; pues vivió y murió buscando con ahinco la felicidad de satisfacer al prójimo más que a sí mismo. De hecho, así encontraba la plenitud; sacrificando cualquier atisbo de su propia voluntad y disfrutando de la dicha ajena. Si el precio que hubo de pagar por su enfermizo altruismo fue razonable o desmedido, ustedes pronto lo juzgarán.

Ya precozmente, en la escuela, comenzó a cargar automáticamente con las culpas de los demás, pues el sufrimiento ajeno nublaba su vista y hacía que un nudo en el estomago le hiciera retorcerse de dolor, hasta casi impedirle caminar. Como un resorte, levantaba el dedo ante cualquier acusación, atribuyéndose todo castigo; no con placer, pero si con el alivio de eximir de la sanción al verdadero causante. Entre los paréntesis que le permitían estas penitencias fue acabando los estudios, logrando matricularse en magisterio para alegría de sus abuelos, con quien Amador vivía.

En la facultad las cosas poco cambiarían, mas las condenas no eran tan infantiles; como mirar a la pared o escribir cien veces cualquier frase absurda. Esto contrastaba con los vicios de los que se autoinculpaba, que cada vez tenían menos de ingenuos y más de retorcidos. Por eso cuando Amador, que jamás había conocido muchacha, cayó enfermo de pasión, sus compañeros lograron al fin percatarse, no sin cierto rencor, del baluarte que habían poseído y ahora perdían.

Al poco de ennoviarse con Doris (muchacha del todo activista y concienciada), ésta comenzó a llevarle a asambleas y manifestaciones; en las cuales, Amador nunca estuvo muy seguro de cual era la causa que defendían, aunque casi siempre se llevara de recuerdo para casa algún chuchazo, tal era su empeño en repeler los golpes de los compañeros más exaltados. También juntos y a la vez dejarían el tabaco; arrojando al mar simbólicamente todos y cada uno de los cigarrillos de un cartón de Fortuna (la marca favorita de Doris).

Más tarde llegaron las terapias alternativas. Ahí es donde ya perdió el norte y la cuenta; y como una mala yedra empezaron a enredársele todas aquellas actividades. Desorientado entre el yoga para mascotas, el psicodrama, el mindfulness o el cuenco tibetano; Amador nunca rechistó y siempre acompañó a su compañera con una sonrisa cómplice y bobalicona asomada en sus labios. Incluso tampoco tuvo reparos en dar el visto bueno a la actividad de intercambio de parejas, pues aún sin salir beneficiado (no le gustaban los hombres peludos) veía como ella disfrutaba.

Pero estas lúdicas actividades no acababan por llenar del todo las ansias expansivas de Doris, quien de alguna misteriosa manera, consiguió afiliarse a la exclusivísima Asociación Local de Suicidas, haciéndose también de un carnet de simpatizante para Amador. Pasados un par de meses, les comunicaron que estaban ya preparados, facilitándoles una pistola para llevar a buen puerto su último acto.

 Llegados, en el autobus de linea, hasta un parque a las afueras, concluyeron que Amador lo hiciese primero (él mismo se ofreció pues le pareció de caballeros hacerlo). Así ella observó como sus sesos salían a presión por las aletillas de su nariz y una de sus orejas. Allí quedó apoyado sobre un árbol, pareciendo todavía disculparse con lo poco que le quedaba de rostro. Después Doris retiró el revolver de su mano, lo posó suavemente en su sien (aún estaba mojado y caliente), y cuando con el dedo en el gatillo, levantó dignamente la mirada, pudo contemplar como una bandada de patos salvajes surcaba el cielo, dibujando una uve perfecta sobre el horizonte. Entonces derramó una lágrima ante tal delicioso espectáculo; y en ese instante decidió que había encontrado al fin su verdadera y definitiva vocación: la ornitología.





viernes, 9 de diciembre de 2016

Aterrizaje forzoso.





Basta que la Tierra se componga -según dicen- en su mayor parte de agua, para que el ángel fuera a caer justo en el corazón de aquel vertedero. Aunque pudo ser peor, pues en cierta forma, la basura amortiguó el tremendo batacazo. Después de permanecer un rato aturdido sobre la montaña de desechos, el ángel se reincorpora, observa a su alrededor, y de un ágil movimiento dorsal sacude sus alas, las cuales desprenden todo tipo de porquería. De pronto oye unas lejanas risotadas. Primero mira al cielo para asegurarse, pero estas provienen del mismísimo vertedero. Un grupo hombres se acerca. Entonces el ángel, instintivamente, arranca la tapa de un bidón de aceite, que encuentra a su lado, y comienza a cortar su ala izquierda. Sorprendentemente, ésta apenas le ofrece resistencia. Las voces de los hombres cada vez son más cercanas. Así que justo cuando acaba de amputarse el ala derecha, ellos han llegado ya a su altura. El ángel oculta con disimulo (lo hace con ambos pies) sus alas ensangrentadas bajo la mugrienta superficie, profiere una humana carcajada y prosigue junto a ellos su camino.



martes, 29 de noviembre de 2016

Dermis


Dermis


     María del Carmen Von Jansen (de ahora en adelante Menchu) aguardaba aquella tarde en la puerta de su puesto de trabajo. Había llegado unos veinticinco minutos antes que de costumbre; sus ojos estaban hinchados, parecía que hubiera estado llorando y se sorbía cada poco la nariz. Como no tenía llaves, esperaba sentada en uno de los escasos bancos de madera que aún se conservaban en la avenida. El motivo de aquel desbarajuste horario se debía a una de sus últimas citas con el dermatólogo, ocurrida hacía unas pocas horas; citas que, en lo que iba de año, ya no podían contarse con los dedos de ambas manos. En esta ocasión le había despachado demasiado rápido. El doctor, que no se puede negar, era un hombre atractivo, había vuelto a decirle que lo suyo era un problema psicosomático. Los análisis y pruebas así lo dictaminaban. Según su opinión, debía de tranquilizarse, tomar de nuevo las riendas de su vida y dar carpetazo al pasado. Quizás hacer un viaje, tomar distancia, había insistido, mientras limpiaba la montura de las gafas con su bata blanca; acto que le pareció otro síntoma más de su desinterés hacia ella. En cuanto tu cabeza se despeje desaparecerán las manchas, había concluido, posando su suave mano de médico sobre su hombro y casi susurrándole al oído.


     Si solo fueran estas horribles manchas -es lo que se repetía - sentada en aquel banco de la avenida, mientras pasaba por delante de ella un autobús de dos plantas repleto de turistas japoneses. Después del aborto empezó a sufrir problemas de tiroides y en menos de un año había engordado más de treinta kilos. Vale que también había descuidado su alimentación debido a la depresión, pero no creía que fuera para tanto. Era obvio que sucedía algo más. Algo que desconocía y crecía cada día en su interior. Pasar las noches comiendo helado y fumando cigarrillos, hasta ver salir el sol, fue su personal forma de venganza. Una solución , a sabiendas inútil, con la que llenar el profundo agujero que había dejado la marcha de Marcus. Buscaba el error, el día en que todo se había torcido, un detalle, una mirada, una palabra equivocada, un polvo desagradable, algo, necesitaba cualquier cosa urgentemente; si no iba a perder la cabeza del todo.


    Sabía que existía una manera de darle un buen escarmiento, pero sería ir demasiado lejos; y aunque a ella (al menos en este momento) no le importaban en absoluto las consecuencias, estaba su madre, que aunque ya mayor, no podía permitirse de nuevo la perdida de otra hija. Pero, en el fondo, de que serviría llevar a cabo tan brutal acto. Quizás la pena solo le acompañara por unos meses y su recuerdo se acabaría difuminando. Aparte ¿Cuál sería la imagen que él conservaría de ella tras su muerte? ¿La de la amante bella y apasionada ? O la de la mujer gorda y trastornada con una enfermedad cutanea que la desfiguraba. Si se quedara con está última, sería una imagen pasajera y él la olvidaría pronto, pues las mentes lúcidas desechan con rapidez todo lo que no necesitan, y siendo francos, la de Marcus, aunque cruel, seguía siendo una mente lúcida. Y si, por el contrario, perdurase en su memoria la representación de la amante bella y sensual, puede que en alguno de sus futuros orgasmos ella se colase en su cabeza en el momento oportuno, probablemente con tal fugacidad que no diera si quiera tiempo a que se formase con nitidez su recuerdo, y así acabaría su rostro mezclándose con el de todas sus anteriores conquistas y vete a saber con que otras sucias perversiones.


     Pero si algo no había cuidado Marcus, en aquella relación, habían sido las formas. Cuando rememoraba su último encuentro, sentía una especie de fatiga en el pecho que transcendía lo emocional y le hacía temerse lo peor. Sería casi cómico morir de un infarto, mientras él almorzara plácidamente con su mujer, sentado en el jardín, llevara a sus hijos a jugar al hockey, o se acostara con cualquier putilla. Por eso a veces fantaseaba con tomar la más drástica solución, pues al menos así cargaría un poco más la mochila de su culpa. Negar ahora que su comportamiento tuvo algo de extraño durante las últimas semanas sería mentir. Pero cuantas veces se había mentido a si misma, pensando que él podría llegar a abandonar a su familia y comenzar de cero. En cierta forma, Marcus había contribuido a alimentar todas estas ilusiones, sobre todo al principio. La idea de viajar por el mundo y acabar estableciéndose en España , en alguna de las islas Canarias -habían determinado- (La Palma o Lanzarote, acabaron por ser los lugares elegidos para ello); vivir de la tierra, montar una huerta ecológica o una pequeña granja; aprender las técnicas de pesca de los nativos y hacer el amor en una cala distinta cada atardecer... solían ser temas recurrentes aquellos felices días. Además Menchu era medio española, lo cual facilitaba todavía más las cosas. Después de proyectar, tumbados sobre la cama del hotel de turno, su futura vida en común, ella le besaba con dulzura, luego se montaba encima de él y hacían de nuevo el amor.


     Aquella última mañana en la que se vieron, él la había acompañado hasta la clínica. Ya estaba embarazada de dieciséis semanas y la cuestión no podía demorarse más . A sus ya treinta y nueve años, jamás pensó en tener hijos y en cuanto tuvo la primera falta se lo comunicó a Marcus (que palideció más si cabe). Conjuntamente eligieron la opción de abortar como la única de las posibles. No obstante, cuando se acercaba la fecha, Menchu comenzó a dudar sobre el asunto. Pocos días antes de la intervención, ella simplemente lo dejo caer, casi bromeando. Él se puso echo una furia. Le gritó, arrojándola con violencia sobre la cama, mientras espetaba : Puta interesada. Tú a mí no me vas a joder la vida. Ella se puso a llorar y él pronto se arrodillo arrepentido, besando sus manos y rogando su perdón. Después la dio media vuelta y lo hicieron. Fue la última vez.


      Cuando Menchu fue despertando en la habitación, se encontró con el rostro amable de una de las enfermeras de la clínica , quien con una gasa humedecía sus labios. Todo ha ido bien señorita Von Jansen -le dijo- Solo hubo un contratiempo sin importancia; una ligera arritmia durante la intervención, pero pronto logramos estabilizarla. Deberá quedarse esta noche en observación, solo para asegurarnos, pero no ha de preocuparse . Lo primero que hizo, cuando consiguió recuperar su voz tras la anestesia, fue preguntar por Marcus, pues una horrible corazonada le hizo temerse lo peor. Ahora debe descansar- recibió como única respuesta.- Después la enfermera cerró la puerta con suavidad, dejándola sola en aquella habitación equipada a la última, de la clínica del Dr. Neskens. Marcus se había hecho cargo de todos los gastos. Fue su regalo de despedida.


     A la mañana siguiente fue dada de alta. Tuvo que coger un taxi, que la llevó hasta su pequeño apartamento. Allí estuvo llorando y maldiciendo su suerte, tratando de asimilar su nueva situación, encerrada durante quince días seguidos. Sus llamadas no eran respondidas, es más, al otro lado de la línea, una voz robotizada de mujer aseguraba que el número marcado ya no existía. Desesperada, buscaba el apellido de Marcus en la guía. Pero De Jong era un apellido demasiado común y no pudo encontrar nada. Más tarde, haciéndose pasar por una cliente, y tras mucho insistir, consiguió a través de una agente comercial de su empresa (la cual más que probablemente después fuera despedida) la dirección de su casa . Allí se presentó aquella misma noche, aporreando la puerta y el timbre. Cuando llegó la policía para llevársela detenida (al final solamente fue trasladada de nuevo su apartamento, pues los inquilinos no efectuaron denuncia) vio como tras las grandes cristaleras, de aquella casa con jardín, un par de sombras inertes la observaban; un hombre y una mujer; eran altos; vestían con anchos pijamas; una de ellas le pareció que podía ser la silueta de Marcus, aunque ya no estaba segura de nada.


    Ha comenzado a chispear, pero ella apenas se inmuta y permanece sentada en el banco. Alguien desciende de un tranvía, se acerca por detrás y oculta con las manos sus ojos, los cuales se han vuelto a llenar de lágrimas.


-¿Quién soy? - dice una voz familiar.


-Hola Frank- responde ella, tratando de disimular su tono sollozante.


     Frank es un joven delgado y de baja estatura. Es un muchacho alegre, a pesar de que siempre viste de negro y lleva camisetas con calaveras. Huérfano desde una edad temprana, se hace cargo de la cocina de la taberna, que desde hace unos meses es propiedad de su tío. Después retira las manos de sus ojos, para agitar un manojo de llaves frente a ellos.


-Al lío- replica, haciendo un gesto alegre.


     Ella sonríe y él ofrece ceremonioso su mano, la coge del brazo y juntos se dirigen a la entrada del pub. Una vez dentro, Frank se encierra en la cocina y Menchu se dedica a barrer. Después pasa la fregona, y cuando se dispone a bajar las grandes sillas de madera que reposan sobre las mesas, entra el primer cliente. Es un muchacho, que no parece llegar a los treinta años, moreno de piel y con la mirada perdida. Viste una camisa blanca hecha jirones. Parece que haya sobrevivido a un reciente tsunami y lleve varios días sin dormir. Observa el techo del local con los ojos muy abiertos, después se acerca hacia la barra. Menchu por un momento se asusta y carraspea exageradamente para llamar la atención de Frank. Este asoma su sempiterna sonrisa desde la puerta de la cocina. Ya lleva puesto el delantal y luce una especie de cofia en la cabeza que le da un aire ridículo. El cliente espera, apoya los codos sobre la barra, como si le costase mantenerse en pie. Ha cogido una de las hojas del menú plastificadas y mantiene los ojos pegados a ella. Lo hace tan cerca que así es imposible que pueda leer nada. Frank le observa por un instante. Después mira a Menchu, brindándole un gesto cómplice que trata de transmitir tranquilidad, y vuelve a desaparecer. Cuando llega a la altura del joven, saluda con educación, ocultándose detrás de la barra. Entonces él levanta los ojos de la carta, unos ojos tenebrosos, parece percatarse de sus manchas cutaneas y evita mirarle directamente a la cara en todo momento. Nada más abrir la boca descubre que es español, aunque por algún motivo ya lo había supuesto anteriormente. De repente parece que al muchacho se le estén agotando las pilas, unas grandes babas blancas se congregan en las comisuras de sus labios, balbucea algo ininteligible, señala a la carta con urgencia y desaparece a toda prisa, en dirección al servicio.

     Menchu apunta en una pequeña libreta lo que ha creído entender y pasa la nota a Frank. Este silba en la cocina una melodía alegre, que le acompaña hasta que vuelve a salir de allí. La quiere sonar, así que esta a punto de darse la vuelta para preguntarle de que canción se trata, pero por algún motivo no lo hace. Después se acerca hasta la entrada, y antes de dar vuelta al cartel que cuelga de la puerta, se fija por un momento en el duendecillo sonriente que dice OPEN. Sube los automáticos desde el cuadro y se encienden las luces verdes del interior de la taberna, también lo hacen la gran pantalla de plasma y las máquinas de apuestas, que comienzan al unísono a parpadear. El local ahora parece un lugar más acogedor. Aún así, cuando se dirige de nuevo hacía la cocina, ya no escucha el silbido alegre de Frank; ha olvidado la dichosa melodía, siente vértigo y vuelven a entrarle unas terribles ganas de llorar. Se muerde con fuerza el labio para intentar contenerse; lo consigue. Luego llega hasta el mostrador y se pone el delantal.




Tierra Sumergida (II)
(¿Continuará?)




viernes, 25 de noviembre de 2016

Townes



Townes

Van santos borrachos hasta el lugar
en sus camionetas destartaladas.
Gaznates secos y lenguas pesadas,
son vagabundos, perros sin hogar.

Un chamizo entre el polvo ven al llegar
hecho de puertas de hierro abolladas
dentro dos mujeres yacen acostadas
parece que nunca van a despertar

Entre ellas hay un hombre desnudo,
con cara de armadillo, huesudo.
Bosteza y empieza a rasgar su guitarra

Los santos le observan con admiración,
uno palpa el hierro en su zamarra,
habrá de esperar que acabe la canción


Close your eyes
I'll be here in the morning
Close your eyes
 I'll be here for a while
                    
  Townes Van Zandt



jueves, 17 de noviembre de 2016

Tierra sumergida (I)




CAPÍTULO I


Pelea en el Canal





    Primero lo dice suavemente, para sí mismo, como si necesitara reafirmarse. Después vuelve a repetirlo mucho más alto: Vos-sos-un-hi-jo-de-pu-ta, enumera, masticando cada sílaba. Pienso por un instante que quizás estén de broma y no se hayan enterado. Esa forma de decirlo. Casi me rio, puede que lo haga. Tengo claro que el asunto va en serio cuando el más bajito se quita la camiseta. Siempre creí que eso no era más que una liturgia intimidatoria, pero en cuanto me engancha por la manga soy consciente de que yo también debería habérmela quitado. Tiene la cabeza afeitada, en el pecho tatuado un gran yin yang y es algo bizco. El otro vigila. Gira rítmicamente la cabeza hacia atrás sin mover apenas el cuerpo, como si sus piernas estuvieran atornilladas al suelo. Es alto, de pelo castaño, peinado en su propia grasa. Simula estar más tranquilo. Trato de hacer contacto visual con él, pero sus ojos se parecen los de un muerto y no me ofrecen réplica alguna. Digo algo. Cualquier cosa. Algo del tipo: ''Pero tíos ¿Que pasa?''. Lo que sea. Algo que ni siquiera a mí llega a convencerme. ''Bien vos sabés'' me responde el calvo. Ahora puedo escuchar como las costuras de mi camisa van soltándose una a una, despacio. Levanto las manos en son de paz y recibo el primer golpe. Es a la altura de la oreja izquierda. Un golpe torpe. Diría que su primera intención ha sido la mandíbula - reflexiono sin prisa. Si has estado en más peleas sabes que, en cierta forma, todo se ralentiza; y si gestionas bien los nervios, tienes tiempo para meditar el próximo movimiento. A pesar de que parece haber fallado su primer objetivo, la boca empieza a saberme a hierro y me pitan los oídos.


    El sol aún no se ha ocultado entre los canales y sus destellos naranjas parpadean sobre el agua turbia. Todavía es pronto para esto -pienso- antes de llevarme un nuevo golpe, ahora a la altura de las costillas. No estoy metido en faena. Maldita Heineken. Mira que siempre juré que esa cerveza era pis. Visité el museo (por llamarlo de alguna manera) esta misma mañana. Todo muy higiénico, repleto de turistas con pantalón corto y lucecitas verdes. Nada que ver, más allá de la barra libre.


     Pasado este lapso, presencio como ''ojosdemuerto'' se desatornilla del suelo, para después dirigirse hacía mí decidido. Me acerco a la barandilla y trato de arrancar la cadena de una de las bicis allí candadas. No lo consigo. Me doy media vuelta y lanzo una patada al azar que impacta en el pecho del bajito. Cae al suelo. El otro me agarra por el cuello. Logró zafarme por un momento, pero ya estoy vendido. Así que salto a la parte baja del canal justo en el momento en el que tengo de nuevo a los dos pegados a mi espalda. Calculo mal el salto y caigo sobre uno de los escalones del empedrado, que está a la altura del agua. Me parece escuchar un leve crujido. Probablemente un tobillo. Su puta madre, grito. Desde arriba, un muchacho asiático con el pelo teñido de rubio graba la escena con su teléfono de ultimísima generación. Le dedico un corte de manga mientras me alejo cojeando del plano como un Frankenstein herido, siguiendo la senda del canal hacia arriba, mientras el murmullo se va alejando. Aún queda tiempo para que algunas botellas sobrevuelen mi cabeza. Me rozan, así que me pego al muro de piedra tratando de esquivarlas. De paso tomo un respiro y trato de hacer balance de daños. Compruebo que el tobillo no está roto; y a excepción de un molesto latido en las sienes, por ahora no encuentro nada más. El alcohol, la farla y las endorfinas funcionan todavía a pleno rendimiento. Puedo oír mi corazón, sonando como un gran tambor africano dentro del pecho. Tengo un buen subidón, de eso no hay duda. Ese es todo mi diagnóstico.


     Continúo remontando la senda del canal durante un rato, mientras voy recuperando el aliento. Un poco más arriba se acaba el empedrado y comienzan las plataformas de madera que conducen a la zona de las casas flotantes. Creo que ya he dado esquinazo a los argentinos, así que improviso una danza de la victoria sobre el malecón. Desde la cubierta de una de las casas-barco, una mujer de larga melena blanca me observa. Sostiene un gato enorme entre sus brazos, también de pelo blanco reluciente. Es el gato más grande que he visto en mi vida. Ambas figuras dibujan una silueta inquietante sobre el horizonte. Detengo avergonzado mi ridículo baile y saludo tratando de sonreír, levantando el brazo. Ella parece no inmutarse. Se da la media vuelta y se dirige hacia la puerta, deslizándose lentamente por la cubierta, como en una de esas películas de terror japonesas. Cuando desaparece, me doy cuenta de que ya es casi de noche y ha empezado a levantarse una ligera niebla sobre el agua. Justo detrás de la casa de la vieja del gato, diviso unas pequeñas escaleras de metal que ascienden hacia la calle. Menos mal, pensaba que iba a tener que rodear todo el puto canal para volver a la civilización. La ciudad está bajo el nivel del mar, o eso aseguró una chica catalana que se sentó a mi lado en el autobús turístico. No lo acabé de entender bien ¿Bajo el nivel del mar? En fin. Mientras me acerco a la escalinata pienso de nuevo en lo que me ha traído aquí. No lo hago a propósito, simplemente me viene sin quererlo a la cabeza. Así que hago un esfuerzo. No es el momento, ahora toca disfrutar - me digo- dándome ánimos.


     Consigo desechar por completo el pensamiento cuando llego a la parte de arriba y palpo de nuevo el bolsillo trasero de mi pantalón. Allí está todavía la cartera. La abro. Doscientos cuarenta euros, repartidos en billetes de veinte y cincuenta, y algo de calderilla. Mucho más de lo que imaginaba. ¡Bien, joder¡ exclamo, haciendo un gesto con el puño cerrado y girando sobre mí. Además del dinero, la cartera contiene un par de condones, un carnet de socio de River Plate, algunas tarjetas sin valor y un pasaporte que reza: Armando Luis Paniagua. Buenos Aires. Fecha de nacimiento: 1983. Mal llevados -pienso-. En la foto aparece sonriente, peinado con raya al medio y no hay rastro de estrabismo. Doblo los billetes con cuidado y los guardo en el bolsillo interior de los vaqueros, también salvo los condones. Después arrojo con fuerza la cartera hacía el canal. Lo hago con un golpe seco de brazo, tratando de darle efecto. No puedo ver donde cae, pero sé que ha sido un buen lanzamiento cuando escucho el lejano chapoteo.


    Comienzo a caminar por la parte alta, siguiendo el cauce del canal, hacía el centro. Todavía cojeo un poco. Ahora me encuentro en una zona residencial, alejada del bullicio. Parece un lugar solitario y tranquilo. Casas de dos plantas con jardín se agolpan al pie de la carretera. Es un barrio de clase media- alta, no hay duda. Justo en la casa que tengo enfrente, una familia se dispone a cenar. Aquí lo hacen muy pronto. Una estampa familiar y relajada bajo una pálida luz fluorescente. Los padres son rubios y altos, parecen hermanos. Les acompañan dos niños. Uno es rubio como ellos, el otro diría que oriental. También hay dos gatos persas. Mientras comen no se dirigen la palabra, concentrados en los alimentos. En la mesa hay carne estofada, ensalada y puré de patata, además de una jarra grande con algo que parece limonada. No hay persianas. Ya me he dado cuenta de que aquí parecen no necesitarlas. Sobre el césped del jardín hay dos bicis cruzadas, una encima de otra. Me acerco despacio, tratando que no me vean. Me agacho con cuidado y cojo la que parece más grande. La arrastro sobre la hierba hasta que desaparezco de su campo visual. Después subo el sillín hasta que hace tope, me monto sobre ella y desciendo a todo lo que dan los pedales, por la calle adoquinada, en dirección hacía el barrio rojo.


    Recorridas algunas manzanas, me doy cuenta de que no ha sido buena idea tomar prestada la bicicleta. Es demasiado baja, y esto sumado al pavimento irregular (extrañamente aquí no hay carril bici), hace que en un par de ocasiones esté a punto de dar con mis huesos en la carretera. Así que la dejo apoyada sobre unos matorrales y me dispongo a coger un tranvía. No tardo en hacerlo. Subo y me siento en la parte trasera. Percibo que algunos pasajeros me miran de reojo. Es lógico; el cuello de mi camisa pende en jirones, dejando al descubierto medio pecho peludo; y una de las mangas la llevo casi colgando. Aparte, los pantalones moteados con salpicaduras de barro no ayudan a mejorar mi aspecto. Pienso entonces si debiera de pasar por el hotel, me coge de camino, pero declino rápidamente la idea.


    Me apeo un par de paradas antes de llegar a mi destino, en la avenida Damrak. Lo hago para retomar fuerzas. Las necesitaré para afrontar lo que me espera. Entro a una taberna irlandesa, lo supongo por la tipografía celta del luminoso que hay sobre la fachada. El local se encuentra prácticamente vacío a esta hora. Resulta ser una franquicia decorada con mal gusto, repleta de grandes mesas de madera que quisieran ser antiguas. Huele a recién pintado y a desinfectante, por lo que no creo que el garito lleve abierto más de una semana. Pido una pinta y dos chupitos de ron, indicando con el dedo a la camarera a que mesa quiero que me lleve las bebidas. También pido unos nachos con queso fundido. No tengo apetito pero sé que meterme algo caliente al cuerpo no me va a venir nada mal. Después voy al aseo y trato de adecentarme un poco. Me siento cansado y desencajado. Así que evito mirarme en el espejo mas tiempo del necesario, lo justo para peinarme y refrescarme la cara. Luego entro al retrete y aprovecho para mear y meterme un tiro de anfeta. Tengo que dosificar lo que me queda. En esta ciudad, si lo tuyo no es el cannabis (en mi caso no lo es), lo más probable es que te vendan cualquier mierda. Aparte de que paso de ir por ahí buscando a un negro que me parezca de fiar. En realidad, no me lo parece ninguno.


    Cuando salgo del lavabo, las bebidas ya se encuentran en la mesa. Junto a ellas la camarera espera, con los nachos en una bandeja, plantada como una estatua. Es gorda y tiene unas manchas claras en la cara que parecen parches. Intuyo que no se fía de que vaya a pagar las consumiciones. Antes de sentarme saco un billete de 50 euros del bolsillo y se lo extiendo. Cuando casi lo tiene entre los dedos, lo suelto y cae al suelo. Se agacha con cierta dificultad, y yo sin moverme la espeto, lo más afectadamente que puedo: Sorry madamme. Mientras vuelve hacia la barra, toso exageradamente y después mascullo entre dientes: Puta vaca holandesa de mierda. Se da la vuelta un instante y la ofrezco una amplia sonrisa. Apuro la pinta de un par de tragos y los chupitos tampoco tardan en caer. Pruebo uno de los nachos con queso, pero tengo el paladar destrozado después de tantos días de fiesta. Cuando regresa la camarera con la vuelta, estoy tratando de enviar un mensaje de texto, pero me siento totalmente bloqueado. No es el momento -me digo-. Tres días con el teléfono apagado y me he encuentro con más de cincuenta mensajes almacenados. Paso de ponerme a leerlos ahora. Joder ¿pero ya han pasado tres días? No me lo puedo creer. Mañana encontraré la solución. Fijo que lo haré. El carraspeo de la camarera, que ya lleva un rato esperando, me hace regresar a la realidad. Levanto la cabeza del teléfono, aturdido, mientras ella posa de un fuerte manotazo el cambio sobre la mesa. Sus manos también son gordas y tienen manchas. Entonces me mira por primera vez a los ojos y exclama en un español perfecto: Tu vuelta, gilipollas. Me marcho pitando de allí, y obviamente, no dejo propina.


     En cuanto piso de nuevo la calle, observo que la avenida ya ha comenzado a animarse. Un grupo de chicas, todas en minifalda, cruzan el paso de cebra a paso ligero. Examino sus culos, moviéndose al compás, es algo hipnótico. Ahora, desde la otra cera, cuchichean entre ellas, riéndose y señalándome. Soy consciente de que mi aspecto es lamentable y de que así no me van a dejar entrar en ningún antro donde haya portero, por lo que tomo la determinación de comprarme algo de ropa. A estas horas, la única solución que se me ocurre es la de abastecerme en una tienda de turcos, la ciudad está repleta de ellas. Encuentro una, un par de manzanas más adelante. De esta forma logro deshacerme de la camisa rota, la cual sustituyo por una equipación (seguramente falsificada) del Ajax F.C, con el numero 10 a la espalda. Intento llevarme solo la camiseta, pero el turco me obliga a comprar el lote completo, el cual incluye pantalón y medías. Pack, Pack, Pack- repite con una voz aguda y nasal. Paso de ponerme a discutir con él. Le pago y me voy. Cuando salgo, lo primero que hago es tirar el pantalón de deporte y las medias a una papelera, junto a mi camisa rota. No parecer un mendigo hace que me sienta un poco mejor, y aunque con estas pintas no soy el colmo de la elegancia, al menos logro pasar desapercibido entre la multitud. Una multitud que se arrastra como una ola de carne perversa hacía el barrio rojo, y a la cual, sin dudarlo un solo instante, me acoplo.






(continuará)




sábado, 22 de octubre de 2016

Un día en las carreras





La mirada del atleta en la salida
tallada en el ojo de cristal
del hombre con la pistola.
Polvo para el ejercicio
entre las pezuñas de la estampida
justo en el ecuador de la manada.
El parpadeo del buitre enfermo
que sabe lo que le espera.
La sonrisa de la presa congelándose
en una gran nevera industrial.
El ronroneo de un viejo motor al ralenti
en una carretera apenas transitada,
de algún lugar cercano a la costa.
Harpo Marx comiendote la oreja
cuando sale del lavabo,
con un postizo bigote blanco
mientras Groucho fuma fuera.
La chica del segundo anfiteatro
su vestido a rayas, su culo, su alma
aquella tarde de Julio
Un caballo escapando del incendio,
las maderas crepitando en el establo,
iluminando la noche.
Cuatrocientos kilos de espantada
serán más que suficientes
para la barbacoa
-dirá el carnicero entre risas-
Pero el atleta no se desconcentra
ya habrá tiempo para eso.
Apoya el pie sobre el taco.
Cruza los dedos sobre la pista.
Besa su medalla y reza
para que los dioses del Olimpo
sigan por siempre borrachos,
en sus adosados con parcela.
Y al juez tuerto no le dé
por levantar de nuevo
la bandera

domingo, 2 de octubre de 2016

Páramo y Luz







Diría que he visto una luz sobre el páramo
reflejada en sus colmillos arenosos
Me gustaría creer que son luces remotas
por donde se deslizan inmensas lenguas
quizás luces de contrabandistas
helándose tras la loma
rascando las últimas hebras
a tientas en el zurrón
buscando la picadura,
pero lo mas probable es que sean
los destellos de un gran foco
encañonado hacia el cielo
de algún club de carretera
de la N-623 (léase seisdostres)

Diría que he visto una luz sobre el páramo
una luz rebobinada hasta aquel amanecer
donde mi padre y yo viajamos
rumbo al hospital militar de Burgos
a intentar librarme de la mili
con la bolsa del polvo de la aspiradora
y un paquete de Ducados
para convocar al asma
En un Renault 5 rojo
atravesamos la meseta
cuando se cruza
en la carretera
¿una liebre?
- es lo que dice mi padre-
un golpe seco en los bajos
por el retrovisor la veo
girar sobre un eje invisible
como un derviche peludo
después corre hacia al arcén
desaparece entre el brezo
y yo quiero imaginar
que sobrevivirá al impacto
Comentamos excitados la jugada
pero pronto lo dejamos
y volvemos a caer en el letargo
de la total amplitud
que ahora mismo nos rodea

Diría que he visto una luz sobre el páramo
un destello de alacranes
que van a batirse en duelo
una luz deslizándose en la charca
y sobre los grandes circos de piedra
siluetas recortadas de caballos
-papiroflexias salvajes-
observando sus dominios

Diría que he visto una luz sobre el páramo
no sería el primero en afirmarlo
las mujeres que miraban siempre al cielo
hacían hasta aquí peregrinajes
acompañadas de una pequeña comitiva
-decían-
no ser allí molestadas
emitían cuando oraban
un murmullo siseante
tratando de interpretar las nubes
encontrar el mínimo indicio
que provocase la catarsis
clavaban en el suelo urnas de madera
donde los fieles contribuían
en función de sus posibles
por las noches ardían hogueras
que perduraban hasta el amanecer
sufrían desprendimientos
de retina y desmayos
que achacaban obviamente
a los designios divinos
pasados los días
cuando cambiaba el viento
el séquito levantaba el campamento
dirigiéndose hacia el sur
en busca un nuevo pedazo de cielo
donde posar la mirada

Paramo y luz
así es como bautizamos
a los dos perros de caza
que siempre merodeaban
hambrientos
por el área de servicio

Diría que he visto una luz sobre el páramo
el latido compartido
el derrape
la fricción
invitando al estruendo
la venganza de la liebre
la efigie de chatarra
en la que se ha convertido
la BMW R 80 del agente
después la restauración
del silencio
tras la muerte

Diría que he visto una luz sobre el páramo
una luz de posición
peinando la carretera
el ronroneo mecánico
de un gran armatoste naranja
apartando lentamente
la pelambre del camino
el niño manoseando
el caparazón del insecto
la extensión de su oquedad
repleta de ondulaciones
el agradable tacto
gastado de sus celdas
donde ejércitos de ojos le multiplican
después, la carcasa es arrojada
por el diminuto hueco de la ventanilla
vuela sin control por un momento
para caer de espaldas
recuperar la tierra seca
y no hacerse añicos

Diría que he visto una luz sobre el páramo,
la sangre del cobertizo
donde se refugió la nieve
para más tarde apagarse
como un deshidratado
y sucio fruto gris

-Diría que he visto una luz sobre el páramo.
-casi podría jurarlo-
lo decía Chritopher Lee
asomado a una ventana
de una mansión victoriana
cuando divisaba el páramo
lo escuché en una película
una de esas de la Hammer
que son de terror amable
Christopher miraba hacía el páramo
al lado de él otro hombre
los ojos grandes , negros
un poco vidriosos
fijados probablemente
en algún cámara aburrido
de aquella inexistente superficie
 
Cuando al fin desaparecen del plano
no quedan más 
que un par de toses lejanas
una ventana vacía
y cables enrollados por el suelo