viernes, 17 de junio de 2016

Una acción poética







Una acción poética      


Su mujer odiaba que él siempre tuviera que asistir a todos y cada uno de los eventos que organizaban los de la asociación. Nunca se perdía ninguno. Lloviera a mares, tuviera a su hijo enfermo, cayera en festivo o fuera puente, Salvador acudía puntual a la cita.
Los Jueves era el día fijado para las asambleas, así es como llamaban a las reuniones semanales. Desde que murió el viejo poeta asturiano, que había fundado la asociación, era él quien se encargaba de abrir. Llegaba siempre una media hora antes y después de tomarse un cortado en el Cóndor abría el local. Subía la persiana metálica, colocaba las sillas, rellenaba la nevera y pulverizaba la estancia con ambientador de canela. Realizadas estas tareas cogía cualquier libro de la estantería y se sentaba a esperar a que llegasen los compañeros.

La duración de las asambleas dependía del orden del día. La mayoría de las veces no había demasiado sobre lo que debatir y pronto levantaban la sesión. Entonces la comitiva se trasladaba al Cóndor, donde tras unas cuantas cervezas los ánimos se iban encendiendo. Allí se enzarzaban en largas discusiones que solían repetirse prácticamente idénticas semana tras semana. Siempre se quejaban de lo mismo; de la retirada de subvenciones por parte de la administración y de la escasa atención que recibía la cultura en general y la poesía en particular. También discutían sobre si debían de subir o no la cuota de los asociados y fabulaban nuevas formas de gestión para poder afrontar las deudas acumuladas por el alquiler del local. Salvador, hombre parco en palabras, jamás llevaba el peso de la conversación y prefería pasar desapercibido. Con el tiempo había ido perfeccionando una técnica. Esta consistía en repetir, cambiando en ocasiones alguna palabra, lo último expuesto sobre la mesa. Un efecto eco que reforzaba a los tertulianos, que por lo general, no se escuchaban demasiado los unos a los otros. Tras estos breves incisos desconectaba, abandonándose de nuevo a sus pensamientos. 
 
Y vino a ocurrir en uno de esos ensimismamientos. Cuando su mirada revoloteaba como un gorrión asustado por el espartano mobiliario del bar, yendo a posarse sobre la televisión situada al fondo de la barra. En pantalla había dos hombres, en mitad de lo que parecía un desierto. Uno de ellos vestía un mono naranja. Permanecía arrodillado, con las manos en la espalda y expresión seria. El otro, ataviado de negro, cubría su rostro con un pasamontañas y sostenía un cuchillo de sierra. Después se pixelaba la imagen y transcurridos unos segundos aparecía de nuevo el hombre del mono naranja, ahora tumbado boca abajo, sobre un charco de sangre que iba filtrando la arena. El hombre de negro señalaba a la cámara con el cuchillo, como si de su dedo se tratase, y por debajo de la pantalla pasaban rápidamente unos subtítulos en árabe. 

De pronto, Salvador, sintió un redoble en las sienes, una taquicardia placentera. Sus pulmones parecían ensancharse y llenarse con inaudita facilidad. Sus pensamientos se completaban como un cubo de Rubik a cámara rápida. Una luz clarividente se hacía sobre él. Se visualizó a sí mismo abandonado, por fin, la caverna.

-Lo tengo, amigos. Una acción poética. Hemos de realizar una acción poética - masculló Salvador, levantándose de la silla y sintiéndose ligeramente mareado. 
 
El resto de los compañeros seguían enfrascados en la conversación sin inmutarse lo más mínimo.

-Una acción poética- casi gritó esta vez.

Por fin llamó su atención. Ahora contemplaban extrañados, como si fuese por vez primera, a aquel hombre calvo y flacucho que permanecía de pie ante ellos. Las ideas comenzaron a fluir. Raudas y brillantes brotaban de su boca. Jamás lo habían visto en tal estado de excitación. Irradiaba una gran seguridad en sí mismo, nueva actitud que costaba asimilar en un hombre que siempre se había mostrado tan apocado y servil.
Su plan era, a grandes rasgos, el siguiente: Debían de pasar a la acción de una vez por todas. Devolver la poesía al pueblo, pues las élites se la habían arrebatado. Dejar de esperar las subvenciones de un gobierno en el que no creían. Hacer del arte una verdadera herramienta de agitación. Su misión, a partir de ahora, era la de remover las consciencias de los individuos de una sociedad que llevaba décadas aletargada por la esclavitud del consumismo ¿Y cómo hacerlo? Con acciones poéticas contundentes. 

-La primera de ellas se llevará a cabo de inmediato, pues no hay más tiempo que perder- espetó Salvador.

-Será el próximo jueves. Convocaremos a la prensa. Daremos un comunicado y fingiremos una ejecución. Será un acto simbólico, donde cortaremos la cabeza del Leviatan en nombre del arte. Arrancaremos por fin la semilla de la desidia que nos atrapa. Extirparemos el mal. Y lo haremos en aras de la revolución. Bajo el estandarte de la única y verdadera poesía - sentenció.

Tras sus palabras todos los compañeros prorrumpieron en vítores y aplausos. Incluso los más mayores no pudieron evitar emocionarse un poco, pues la actitud de Salva (así lo llamaban sus compañeros) los retrotrajo a los buenos viejos tiempos. Todos se mostraban exultantes. Había sabido tocar la tecla necesaria. Era sin lugar a dudas el momento de pasar a la acción de una vez por todas.

La semana pasó volando con los preparativos. El teléfono de Salvador no dejaba de sonar. Sus compañeros le pedían consejo sobre el vestuario, la música o el catering. Hasta su mujer lo veía más atractivo y temía increparle por cualquier cosa como hacía antes. Uno de los miembros de la asociación le telefoneó, algo avergonzado, para recordarle que el día de la acción coincidía con el derbi futbolístico de la capital. A lo que Salvador respondió con ira y determinación:

-La revolución cultural no puede esperar. No necesitamos a ningún borrego que anteponga el fútbol al arte- y así zanjó la cuestión.

Su hijo le ayudó con el ordenador, pues él no estaba muy puesto en las nuevas tecnologías. Crearon eventos en las redes sociales e hicieron un cartel en el que salía un hombre con el rostro cubierto, sosteniendo entre sus manos un ejemplar de la Metamorfosis de Ovidio. Dicho cartel rezaba: Pasaremos a la Acción, escrito con caracteres sangrientos de película de terror. Casi todo lo que necesitaban para la puesta en escena lo encontraron en el gran bazar chino del barrio: pantalones de camuflaje, unas metralletas de plástico que emulaban a los clásicos Kalashnikov, cinta americana para los cinturones explosivos, telas negras para las banderas, temperas blancas para pintar sobre ellas y unos grandes gorros de lana, que tuvieron que agujerear para convertir en pasamontañas. También llamaron a la prensa local que, usando el derbi como excusa, adujeron no tener gente para cubrir el acto.

-No es un acto. Es una acción -replicó Salvador- antes de colgar indignado el teléfono.

El Jueves amaneció un día frio pero despejado. Salvador, que apenas había podido pegar ojo, se levantó temprano. Se calzó a oscuras las zapatillas y salió con cuidado de la habitación para no despertar a su mujer. Su hijo también dormía, como pudo comprobar al abrir la puerta de su cuarto. Desayunó café soluble con leche y galletas María. Después se lavó los dientes, se vistió y bajó al kiosco a comprar la prensa. De vuelta, en el ascensor, ya comprobó que ni siquiera habían reseñado en la agenda cultural la acción poética. Encontró talleres de mimo, conciertos de bandas tributo, aulas de rock para niños y exposiciones de artistas locales en fundaciones de bancos, pero ni un triste comentario sobre ellos. Trató de no hacerse mala sangre. Esto es una carrera de fondo -pensó- intentando no dejarse arrastrar por la amargura y autoinfligirse algún ánimo. 

Por la tarde se habían citado a las siete en el local de la asociación. Así que después de poco comer, y tras un fallido intento de siesta, bajó sobre las cinco a la estación de Santos Mártires a coger el metro. Los vagones iban atestados de gente. Tuvo que hacerse hueco entre cientos de jóvenes con la cara pintada de rojo y blanco y bufandas a juego, los cuales apestaban a alcohol y entonaban cánticos que a él le resultaron indescifrables. El hacinamiento era insoportable, aunque lo peor venía a ocurrir cuando alguno de ellos gritaba: ¡¡Pogo, Pogo, Pogo¡¡ y al unísono todos empezaban a reírse y a empujarse violentamente. Entonces Salvador, que apenas rondaba los sesenta y cinco kilos, se veía inmerso en una jungla de brazos y piernas y entre golpes sentía que sus pies dejaban de tocar el suelo del vagón. Tuvo que bajarse dos paradas antes de su destino y recorrer las ocho manzanas que restaban a pie. Aun así llegó con el tiempo suficiente para tomarse su cortado en el Cóndor y abrir el local en hora.

Algunos de los compañeros se presentaron ya disfrazados en la asociación, para susto y sorpresa del vecindario. Se respiraba en el local un ambiente festivo. En la nevera, aparte de las habituales cervezas, había vino blanco y sidra para escanciar, en memoria del fundador. Bromeaban sobre sus logrados atuendos y se bebía más rápido de lo habitual. A excepción de Salvador, que apartado en una esquina del local, totalmente sobrio y concentrado, musitaba su discurso en solitario. Este venía a ser similar al improvisado la pasada semana en el Cóndor. Lo había pulido un poco, realizando ligeros cambios, replanteándolo como si de un comunicado reivindicativo se tratase. Finalmente habían decidido descartar 'lo de la ejecución'. Primero, porque nadie quería hacer el papel de ejecutado. Y más tarde, cuando a regañadientes alguno accedió a desempeñarlo, se dieron cuenta de que emular una ejecución ante la cámara era bastante más complicado de lo que habían creído en un principio. Así que se decantaron por una puesta en escena más austera; con banderas negras colgando de la pared, portando sus ametralladoras y cinturones, con los rostros cubiertos con pasamontañas y vestidos de camuflaje. Algunos de pie y otros sentados, para poder entrar todos en el plano de la cámara de vídeo fija, procedieron a ir colocándose en sus puestos. Salvador aún permanecía en cuclillas, apoyado sobre una de las columnas del fondo como si rezase. Se reincorporó lentamente. Miró el reloj, después lo hizo al frente. Allí preparados sus soldados ya formaban.
-Es la hora – declaró solemnemente, deslizando el pasamontañas sobre su despejado cráneo. 
 
La primera detonación tuvo lugar fuera del estadio, siendo recibida con gran entusiasmo por ambas hinchadas, quienes la tomaron como parte del espectáculo. La siguiente, en la zona de prensa, ya sembró el caos. Las posteriores es difícil determinar donde se efectuaron, pues el miedo y la confusión ya atenazaban a los miles de aficionados que allí se congregaban. El público corría hacia el césped, amontonándose hasta la asfixia al llegar a la primera valla. Los futbolistas huían despavoridos por el túnel de vestuarios. Había quienes aún permanecían sentados, en estado de shock, con la mirada perdida e inmunes al desastre. Algunos cuerpos parecían haberse achatado y otros ensanchado, como si de una mala broma cubista se tratase. Jirones inconexos de carne pendían por todos los lados. El penetrante olor dulzón, como a barbacoa y a ropa quemada, se hacía insoportable hasta la nausea. Los gritos apenas se dibujaban, pues los que aun podían oír algo solamente percibían un pitido agudísimo. El coliseo, visto desde afuera, hervía como una gran caldera de hormigón brotada del mismo infierno.

Sobre la ciudad se cernía el desconcierto. Los coches particulares se convirtieron en improvisadas ambulancias. Las urgencias se colapsaron en apenas unos minutos. Los dueños de comercios y bares cerraron sus puertas atemorizados. La policía estaba superada por la situación y los agentes aguardaban desesperados la llegada del ejército. Por radio y televisión se pedía a los ciudadanos que no salieran a la calle bajo ningún concepto, que apagasen las luces de sus domicilios y que se alejasen de las ventanas. También trataron de hacer una llamada a la tranquilidad y a la calma, pero la temblorosa voz del presentador de los informativos no sonó para nada convincente. Pusieron a disposición de los ciudadanos varios teléfonos de emergencia, los cuales no cesaban de sonar. Varias de estas llamadas alertaron sobre la posible existencia de elementos sospechosos en uno de los bajos de un edificio situado en la Calle Robles.

Allí, los miembros de la asociación permanecían completamente ajenos a aquel improvisado apocalipsis. A algunos de ellos se les estaba haciendo demasiado largo el comunicado y ya tenían ganas de ir al servicio y de paso hacerse de otra cerveza de la nevera. Salvador, situado en el centro del plano de la cámara, ultimaba su discurso cuando se escucharon unos fuertes golpes en la persiana metálica de la puerta.

Él fue el primero en reaccionar. Acercándose a la entrada decidido, empuñando su fusil, mientras el resto de compañeros permanecían agazapados detrás de él. Una gran foco de luz blanca los cegaba, impidiéndoles ver nada de lo que ocurría mas allá de la puerta. Un megáfono emitía instrucciones en un idioma que les resultó extraño. Sin pensárselo dos veces ,Salvador, con un ágil movimiento y ante el estupor de sus camaradas salió resuelto al exterior.

Los hombres que le apuntaban recularon por un momento, viéndose amenazados por aquel pequeño individuo armado y con el rostro cubierto. Decenas de diminutos puntos de luz temblaban sobre su cuerpo. Vio las sombras recortadas de los francotiradores y escuchó como se acercaban los helicópteros. Muy despacio abrió su guerrera, mostrando el cinturón con los explosivos. Durante un instante se hizo un silencio sepulcral y pudo percibir el frescor de la noche posándose sobre él. Nadie se percató, pero bajo el pasamontañas sonreía satisfecho. Sabiendo que por fin lo habían conseguido.







 

viernes, 3 de junio de 2016

Pelotas

 

Pelotas


El patio del parvulario limitaba al norte con uno de los muros de la prisión provincial; un alto paredón de cemento flanqueado en sus extremos por dos pequeñas garitas donde, más o menos, cada media hora se asomaba un guardia civil. Desde abajo los niños, entre juegos y peleas, asistíamos con desinterés a esta rutina; la cara somnolienta del agente que se encendía un pitillo y se abrigaba ajustándose la capa. Después tosía una tos perruna, diría que exagerada, como si quisiera hacerse notar. Echaba una rápida mirada a los lados y volvía a desaparecer. 
 
Era entonces cuando entraban en acción. Dos muchachos flacos y morenos saltaban la barandilla de nuestro patio y de una mochila de deporte naranja sacaban varias pelotas de tenis. Siempre vestían con vaqueros ajustados y olían desde lejos a sudor. Ejecutaban con urgencia, aunque no se mostraban nerviosos. Jamás se dirigían entre ellos la palabra y mucho menos a nosotros. Arrojaban las pelotas por encima del muro y acto seguido desde dentro de la prisión comenzaba a escucharse un ligero rumor; un murmullo siempre controlado y discreto que no parecía perturbar la paz del picoleto. Las pelotas al caer botaban solo una vez, emitiendo un golpe seco, como si pesaran mucho. Tras aquellos muros parecía disputarse un partido de tenis donde el público permanecía atento, siguiendo el juego en silencio. Un Wimbledon taleguero donde el premio no era para el jugador sino para el recogepelotas. Algunas de ellas no rebasaban el muro y se perdían entre las zarzas de nuestro patio. La acción apenas duraba unos instantes. Los muchachos, acabada la tarea, saltaban ágilmente la valla de vuelta y solo dejaban tras de sí el estruendo de su moto perdiéndose entre las calles. 
 
En cuanto desaparecían, los niños nos apresurábamos a recoger las pelotas que no habían llegado a su objetivo y peleábamos por hacernos con ellas. El simple hecho de coger una ya suponía todo un triunfo. Allí empecé a comprender que era mejor no vanagloriarse demasiado de los pequeños éxitos, y que en ocasiones permanecer callado era la mejor opción. Las profesoras corrían con torpeza tras los niños que se hacían con las pelotas. Se las arrebataban de las manos para después zarandearlos y azotarlos en el culo. Algunas veces tras lo acontecido venía la policía, pero esto no ocurría siempre. La última vez que vinieron se llevaron a la señorita Laura esposada y yo me alegré de verás, pues solía pegarnos en la mano con la regla y en cuanto tenía ocasión nos llamaba fracasados y monigotes. Por lo visto, en el cajón de su mesa habían encontrado unas cuantas pelotas. Ella juró y perjuró que algún niño las habría dejado allí. Por el patio caminaba cabizbaja, escoltada por dos hombres que fumaban y llevaban gafas oscuras. No la volvimos a ver, como tampoco al guardia de la garita. Quizás enfermó de los bronquios o le cambiaron de destino. 
 
 
Los muchachos también dejaron de venir a la hora del recreo, aunque las pelotas siguieron ocasionalmente apareciendo, esparcidas por el patio. Después una carretera acabaría por separar la carcel del recinto escolar y nada volvería a ser lo mismo. Nosotros crecimos, nos hicimos hombres, pero jamás abandonamos el barrio. Pertenecemos a él como él nos pertenece a nosotros. Conocemos cada una de sus grietas, todos sus recovecos. Hoy es el día en el que yo y alguno de mis compañeros, cuando suena la sirena del recreo, nos dejemos caer por el otro lado del muro a ver si tenemos suerte y encontramos alguna pelota extraviada. Comprended que aquí adentro hay poco más que hacer. Todavía no hemos encontrado ninguna. Por lo que supongo, a estas alturas, aquellos dos muchachos ya habrán cambiado de sistema.



Este relato fue publicado originalmente en el número #05 del fanzine Rubor Poscoital.