Mascotas
Jamás
pensé que pasear al perro se convertiría en una de mis principales
aficiones, si no la principal. Algo tan sencillo y gratificante, a lo
que nunca había dado ninguna importancia. Me parece increíble haber
podido pasar casi cincuenta años de mi vida prescindiendo de esta
reconfortante sensación. Los largos paseos por la playa durante las
tardes de Otoño son como un bálsamo para mí. Me quito las
sandalias en el aparcamiento, camino unos metros sobre el asfalto, y
pronto mis pies encuentran el fino tacto de la arena. Disfruto de
esta nueva sensación de libertad; de la brisa colándose por cada
uno de los pliegues de mi vestido, del intenso olor del océano.
Cambiaría uno solo de estos instantes por los tediosos años que
pasé aguantando al cerdo de mi marido. Perdonen la expresión, pero
era un cerdo. Eso es lo que era.
Y
no hablemos de las amistades que se pueden hacer durante los paseos.
He conocido a gente realmente interesante, con la que se puede
charlar de cualquier cosa. Gente que ha tenido mascotas toda su vida
y que saben un montón sobre dietas y veterinarios. Verdaderos
amantes de los animales. Las personas sensibles tenemos una especie
de imán. Un sexto sentido que nos hace percibir el aura de la gente
bondadosa. Como suelo decir yo: Si te gustan los animales eso es
que casi al cien por cien eres buena persona. No soporto verlos
sufrir. Me da igual grande que pequeño. Elefante que mosca. Esas
imágenes de los mataderos. Que horror. Cuando salen en la tele
cambio de canal rápidamente y cojo a Lola entre mis brazos. O las
crueldades que hacen con los pobres toros en las fiestas. Somos un
país de bárbaros. Eso es lo que somos. Me entran ganas de llorar
cuando pienso en ello, pero me aguanto. He de ser fuerte. Llorar no
sirve de nada. Hay que posicionarse. Yo estoy más que sensibilizada
con todo esto. Es más, a los pocos meses de que me regalasen a Lola
tomé la decisión de dejar de comer carne. Me pareció una actitud
más que consecuente para con ella y sobre todo para mi misma. Me
siento mucho mejor. Mi médico me mandó al nutricionista y este me
dijo que solo tenía que tener cuidado con no reducir el consumo de
proteínas radicalmente. Así que de vez en cuando echo un poco de
atún o de pollo en la ensalada y listo. Pero la carne roja ni la
toco. Si es que hasta me da nauseas el olor.
Observo como Lola corre en zig zag por la arena, tratando de cazar las sombras
de las gaviotas que la sobrevuelan. Me detengo sobre una pequeña duna
para arremangarme un poco el vestido. Veo a lo lejos a Marcos,
lanzando un palo a su husky siberiano, cerca de la orilla. Se llama
Lobo y me quiere con locura.
-Looooobooooo-
grito, mientras hago gestos para llamar la atención de Marcos.
Este
agita la mano. Parece que le llaman por teléfono. Lo coge,
sosteniéndolo con el hombro, mientras pone a Lobo su correa. Es un
buen chico, un tanto tímido, pero buen muchacho. Y vaya cuerpo que
gasta. Que este verano ya me he fijado. ¡Guau ¡ que diría Lola.
Tiene una clínica dental en la entrada de la urbanización. No le va
mal el negocio. Y eso que su socio hace unos meses desapareció sin
dejar rastro, como hizo Jorge. Son cosas que ocurren. La gente a veces
desaparece, pero la vida sigue para los que permanecemos. Ahora
pasan por delante de mi. Marcos me vuelve a saludar, con una fugaz
sonrisa, sigue hablando por teléfono. Algún cliente supongo. Veo
como Lobo hace el ademán de venir a saludarnos. Abre sus grandes
ojos azul cielo y saca la lengua, mientras Marcos tira de la correa
en dirección al aparcamiento.
-Adios
Loooobooooo- digo, haciendo una mueca exagerada.
-Guau-
ladra Lola.
-Es
muy grande para que sea tu novio- la digo, mientras la cojo en
volandas y la beso en el hocico.
Lola
patalea en el aire y me llena los ojos y la boca de arena.
-¡
Mala ¡- grito, pegándola un azote y arrojándola con fuerza hacia
abajo.
Gime
un poco, frotándose entre mis piernas . Sabe que ha sido mala. Me
pongo seria, pero al final me agacho y la acaricio de nuevo. Sé que
hay que ser determinante en estos casos, pero me cuesta tanto con
ella...
-No
llores bichito. Que mamá te quiere con locura.
La
tarde va muriendo lentamente sobre la playa. La temperatura aún es
buena, y el sol parece resistirse a abandonarnos. El sábado cambian
la hora por lo que hay que aprovechar estos últimos días largos,
hasta que se agoten. Me he pasado toda la vida obviando estos
pequeños detalles , pero eso se acabó. Como digo yo: Si tu misma
no te quieres...
Ya
me va apeteciendo una infusión de menta-poleo. Así que cojo el
camino de las escaleras de madera del final del arenal y estas me
llevan directamente a la terraza del café Las Olas. Aquí solía
venir con Jorge, los domingos a mediodía, a comer mejillones a la
vinagreta. Era amigo del anterior dueño. Murió hace dos veranos. No
era tan mayor. Lo encontraron aquí mismo, tirado en el almacén. Un
infarto. ¿No es terrible? Son cosas que a una le dan que pensar.
Estuvimos en su funeral. Había muy poca gente pues su familia era
del sur y esto , adujeron, les quedaba un poco lejos. Ahora regentan
el establecimiento una pareja de franceses, la mar de majos. Sobre
todo ella. Una mujer regordeta, con grandes coloretes, llamada
Michelle. Tienen un pastor belga que se llama Dimitri. Es amigo de
Lola. En cuanto llegamos Michelle sale a recibirnos con una gran
sonrisa. Habla con Lola en francés y saca de su delantal de flores
una galletita para ella. No entiende aún muy bien el español, pero
sabe que yo siempre tomo menta-poleo, así que no hay problema. Me
siento en una de las mesas de la terraza. Ahora esta vacía, pero los
fines de semana cuesta coger sitio. El sol ya casi se oculta por el
horizonte y empieza a refrescar un poquito. Saco del bolso una rebeca
de lana fina y un par de bombones, para acompañar a la infusión.
Estas puestas de sol me cargan las pilas. El mar se va oscureciendo,
pero nada hay de tenebroso en ello. Todo puede ser maravilloso si
sabes como apreciarlo, si sabes abstraerte, buscar la esencia. Es una
lección que tengo grabada a fuego. Un mantra, me gusta decir.
Entonces
ocurre. Cuando estoy apurando la infusión y me dispongo a entrar a
pagar a Michelle, una corriente de aire y pelo pasa velozmente bajo
mis piernas. Me tambaleo confundida sobre la silla, a punto de caerme
al suelo. Entre la maraña reconozco la raza. Un border collie blanco
y negro se ha echado encima de mi perrita. Esta mojado y en la
incipiente oscuridad se muestra grande y fiero. Se ha enganchado por
detrás a Lola , que parece estar en estado de shock y se deja hacer.
-¡¡¡
Maldito perro ¡¡¡- bramo desencajada, estampando un cenicero de
cristal que hay encima de la mesa sobre la testa de la bestia.
Esta
parece inmune al impacto, así que prosigo con una tanda de golpes
sobre el cuerpo del intruso.
-Oiga
señora ¡¡ Pero que hace ¡¡ - gritan unas sombras negras que
corren hacia mi.
Son
dos jóvenes surfistas que acaban de salir del agua. Sus trajes aún
gotean y me miran asombrados.
-Es
la puta vieja loca- escucho decir a uno de ellos.
-¿Pero
no ve que están jugando?-dice el mas alto.
-¡¡¡
Este perro sarnoso quieren violar a mi cachorrin ¡¡¡- le replico
indignada - Os pienso demandar por esto. A saber que le ha podido
contagiar a la pobre¡¡¡
-¡Pero
si es una hembra, puta loca¡- responde el más bajo. Agarrando al
animal de la correa y arrastrándolo con él.
-Te
voy a denuciar por maltrato ¡chalada¡ -dice, mientras se alejan
hacia el pinar donde probablemente estén acampados.
Michelle
ha salido del bar. Su cara brilla más roja que nunca bajo los
farolillos que dan luz a la terraza. Parece asustada. Recoge mi bolso
del suelo y me lo entrega, evitando el contacto visual.
-Denunciadme
si os atrevéis- grito hacia las sombras. – ¡Y de loca nada¡-
Me
planto desafiante, clavando mi mirada sobre sus espaldas, hasta que
las siluetas desaparecen de mi vista. Saco del bolso la cartera.
Pero Michelle con sus gestos me dice insistentemente que no, agitando
nerviosa la cabeza.
-No,
no, no, siñora. Yo invita tu- me dice con un fuerte acento francés.
Su
marido grita algo desde dentro y Michelle desaparece rápidamente por
la puerta de la cocina, dejándonos solas en la nueva oscuridad de la
terraza. Pongo a Lola su correa. Vaya susto que se ha llevado. Aún
está temblando la pobre. Me calzo las sandalias con la intención de
tomar el camino de vuelta. Esta vez rodeando el sendero del pinar
que lleva directo al aparcamiento. Veo las pegatinas fluorescentes de
las furgonetas de los surfistas, aparcadas al borde del camino. Están
dentro de la reserva. Eso es acampada ilegal. En cuanto tenga
cobertura pienso avisar a la guardia civil. Voy retomando la
compostura, concentrándome en los sonidos que me rodean: mis pasos
sobre la plataforma de madera, el tintineo del collar de Lola y el
rumor lejano del océano. Hace una noche maravillosa y no me la van a
fastidiar un par de niñatos.
Cuando
voy acercándome al aparcamiento la oscuridad ya es total y se ha
levantado un poco de viento. Solo me guio por el claro reflejo de los
tablones de madera del sendero. Agarro fuerte la correa y siento un
ligero desasosiego por primera vez en todo el día. Acelero mis pasos
para llegar cuanto antes a la seguridad del interior del coche. Ya
piso de nuevo el asfalto. Me quito las sandalias para sacudirme la
arena de los pies, y en la penumbra del parking observo dos figuras
plantadas como estatuas junto a mi automóvil. Me asusto por un
momento, hasta que observo que las sombras van uniformadas.
-¿Soledad
Gil de Prada?- dice, por puro protocolo, uno de los agentes cuando al
fin llego hasta ellos. Saben perfectamente quien soy. Fueron ellos
mismos quienes me interrogaron aquel día.
-
Si, señor- respondo, tratando de no parecer nerviosa, sonriendo en
la oscuridad.
-¿Podría
acompañarnos?
-Pero...
¿Por qué? ¿mi coche?¿ Y la perrita?- les espeto.
-El
coche vendrán a buscarlo por la mañana. Déjenos las llaves. La
perrita puede llevársela con usted- declara con tono cálido y
amable.
Eso
me tranquiliza, aunque me hago la angustiada y pregunto con voz
quebrada:
-¿Que
es lo que está ocurriendo aquí?- rompiendo a llorar, pecando quizás
un poco de melodramática.
El
agente que aún no ha hablado parece dudar por un momento, pero acaba
por arrancarse.
-Es
su marido- titubea- Hemos encontrado a su marido- dice al fin.
El
otro le mira severo.
-Acompáñenos
por favor. Lo aclararemos todo en el cuartel. Allí será informada
puntualmente de lo ocurrido- afirma algo incomodo, tratando de arreglar
la negligencia de su compañero.
Prefiero
no seguir con el juego y permanecer en silencio, al menos hasta que
hable con mi abogado. Cualquier pequeño detalle podría
perjudicarme ahora. Así que entro en el asiento trasero con Lola
entre mis brazos. Tiembla ligeramente y me lame ansiosa las manos. El
vehículo arranca, dejando atrás el aparcamiento. Empieza a tomar
las curvas de la carretera que asciende entre el pinar, hacia el
pueblo. Las copas de los arboles se agitan suavemente bajo una luz
azulada. Los agentes van callados. Observo, desde atrás, sus
perfiles recortados; sus firmes cuellos, sus esbeltos cráneos.
Parecen tranquilos, casi adormilados. Lola , desde mi regazo, me mira
con ojos brillantes y acuosos. Sabe que las cosas pronto cambiarán
para nosotras.