viernes, 29 de julio de 2016

Mascotas


 

 

Mascotas



Jamás pensé que pasear al perro se convertiría en una de mis principales aficiones, si no la principal. Algo tan sencillo y gratificante, a lo que nunca había dado ninguna importancia. Me parece increíble haber podido pasar casi cincuenta años de mi vida prescindiendo de esta reconfortante sensación. Los largos paseos por la playa durante las tardes de Otoño son como un bálsamo para mí. Me quito las sandalias en el aparcamiento, camino unos metros sobre el asfalto, y pronto mis pies encuentran el fino tacto de la arena. Disfruto de esta nueva sensación de libertad; de la brisa colándose por cada uno de los pliegues de mi vestido, del intenso olor del océano. Cambiaría uno solo de estos instantes por los tediosos años que pasé aguantando al cerdo de mi marido. Perdonen la expresión, pero era un cerdo. Eso es lo que era.


Y no hablemos de las amistades que se pueden hacer durante los paseos. He conocido a gente realmente interesante, con la que se puede charlar de cualquier cosa. Gente que ha tenido mascotas toda su vida y que saben un montón sobre dietas y veterinarios. Verdaderos amantes de los animales. Las personas sensibles tenemos una especie de imán. Un sexto sentido que nos hace percibir el aura de la gente bondadosa. Como suelo decir yo: Si te gustan los animales eso es que casi al cien por cien eres buena persona. No soporto verlos sufrir. Me da igual grande que pequeño. Elefante que mosca. Esas imágenes de los mataderos. Que horror. Cuando salen en la tele cambio de canal rápidamente y cojo a Lola entre mis brazos. O las crueldades que hacen con los pobres toros en las fiestas. Somos un país de bárbaros. Eso es lo que somos. Me entran ganas de llorar cuando pienso en ello, pero me aguanto. He de ser fuerte. Llorar no sirve de nada. Hay que posicionarse. Yo estoy más que sensibilizada con todo esto. Es más, a los pocos meses de que me regalasen a Lola tomé la decisión de dejar de comer carne. Me pareció una actitud más que consecuente para con ella y sobre todo para mi misma. Me siento mucho mejor. Mi médico me mandó al nutricionista y este me dijo que solo tenía que tener cuidado con no reducir el consumo de proteínas radicalmente. Así que de vez en cuando echo un poco de atún o de pollo en la ensalada y listo. Pero la carne roja ni la toco. Si es que hasta me da nauseas el olor.


Observo como Lola corre en zig zag por la arena, tratando de cazar las sombras de las gaviotas que la sobrevuelan. Me detengo sobre una pequeña duna para arremangarme un poco el vestido. Veo a lo lejos a Marcos, lanzando un palo a su husky siberiano, cerca de la orilla. Se llama Lobo y me quiere con locura.

-Looooobooooo- grito, mientras hago gestos para llamar la atención de Marcos.

Este agita la mano. Parece que le llaman por teléfono. Lo coge, sosteniéndolo con el hombro, mientras pone a Lobo su correa. Es un buen chico, un tanto tímido, pero buen muchacho. Y vaya cuerpo que gasta. Que este verano ya me he fijado. ¡Guau ¡ que diría Lola. Tiene una clínica dental en la entrada de la urbanización. No le va mal el negocio. Y eso que su socio hace unos meses desapareció sin dejar rastro, como hizo Jorge. Son cosas que ocurren. La gente a veces desaparece, pero la vida sigue para los que permanecemos. Ahora pasan por delante de mi. Marcos me vuelve a saludar, con una fugaz sonrisa, sigue hablando por teléfono. Algún cliente supongo. Veo como Lobo hace el ademán de venir a saludarnos. Abre sus grandes ojos azul cielo y saca la lengua, mientras Marcos tira de la correa en dirección al aparcamiento.

-Adios Loooobooooo- digo, haciendo una mueca exagerada.

-Guau- ladra Lola.

-Es muy grande para que sea tu novio- la digo, mientras la cojo en volandas y la beso en el hocico.

Lola patalea en el aire y me llena los ojos y la boca de arena.

-¡ Mala ¡- grito, pegándola un azote y arrojándola con fuerza hacia abajo.

Gime un poco, frotándose entre mis piernas . Sabe que ha sido mala. Me pongo seria, pero al final me agacho y la acaricio de nuevo. Sé que hay que ser determinante en estos casos, pero me cuesta tanto con ella...

-No llores bichito. Que mamá te quiere con locura.


La tarde va muriendo lentamente sobre la playa. La temperatura aún es buena, y el sol parece resistirse a abandonarnos. El sábado cambian la hora por lo que hay que aprovechar estos últimos días largos, hasta que se agoten. Me he pasado toda la vida obviando estos pequeños detalles , pero eso se acabó. Como digo yo: Si tu misma no te quieres...

Ya me va apeteciendo una infusión de menta-poleo. Así que cojo el camino de las escaleras de madera del final del arenal y estas me llevan directamente a la terraza del café Las Olas. Aquí solía venir con Jorge, los domingos a mediodía, a comer mejillones a la vinagreta. Era amigo del anterior dueño. Murió hace dos veranos. No era tan mayor. Lo encontraron aquí mismo, tirado en el almacén. Un infarto. ¿No es terrible? Son cosas que a una le dan que pensar. Estuvimos en su funeral. Había muy poca gente pues su familia era del sur y esto , adujeron, les quedaba un poco lejos. Ahora regentan el establecimiento una pareja de franceses, la mar de majos. Sobre todo ella. Una mujer regordeta, con grandes coloretes, llamada Michelle. Tienen un pastor belga que se llama Dimitri. Es amigo de Lola. En cuanto llegamos Michelle sale a recibirnos con una gran sonrisa. Habla con Lola en francés y saca de su delantal de flores una galletita para ella. No entiende aún muy bien el español, pero sabe que yo siempre tomo menta-poleo, así que no hay problema. Me siento en una de las mesas de la terraza. Ahora esta vacía, pero los fines de semana cuesta coger sitio. El sol ya casi se oculta por el horizonte y empieza a refrescar un poquito. Saco del bolso una rebeca de lana fina y un par de bombones, para acompañar a la infusión. Estas puestas de sol me cargan las pilas. El mar se va oscureciendo, pero nada hay de tenebroso en ello. Todo puede ser maravilloso si sabes como apreciarlo, si sabes abstraerte, buscar la esencia. Es una lección que tengo grabada a fuego. Un mantra, me gusta decir.


Entonces ocurre. Cuando estoy apurando la infusión y me dispongo a entrar a pagar a Michelle, una corriente de aire y pelo pasa velozmente bajo mis piernas. Me tambaleo confundida sobre la silla, a punto de caerme al suelo. Entre la maraña reconozco la raza. Un border collie blanco y negro se ha echado encima de mi perrita. Esta mojado y en la incipiente oscuridad se muestra grande y fiero. Se ha enganchado por detrás a Lola , que parece estar en estado de shock y se deja hacer.

-¡¡¡ Maldito perro ¡¡¡- bramo desencajada, estampando un cenicero de cristal que hay encima de la mesa sobre la testa de la bestia.

Esta parece inmune al impacto, así que prosigo con una tanda de golpes sobre el cuerpo del intruso.

-Oiga señora ¡¡ Pero que hace ¡¡ - gritan unas sombras negras que corren hacia mi.

Son dos jóvenes surfistas que acaban de salir del agua. Sus trajes aún gotean y me miran asombrados.

-Es la puta vieja loca- escucho decir a uno de ellos.

-¿Pero no ve que están jugando?-dice el mas alto.

-¡¡¡ Este perro sarnoso quieren violar a mi cachorrin ¡¡¡- le replico indignada - Os pienso demandar por esto. A saber que le ha podido contagiar a la pobre¡¡¡

-¡Pero si es una hembra, puta loca¡- responde el más bajo. Agarrando al animal de la correa y arrastrándolo con él.

-Te voy a denuciar por maltrato ¡chalada¡ -dice, mientras se alejan hacia el pinar donde probablemente estén acampados.


Michelle ha salido del bar. Su cara brilla más roja que nunca bajo los farolillos que dan luz a la terraza. Parece asustada. Recoge mi bolso del suelo y me lo entrega, evitando el contacto visual.

-Denunciadme si os atrevéis- grito hacia las sombras. – ¡Y de loca nada¡-

Me planto desafiante, clavando mi mirada sobre sus espaldas, hasta que las siluetas desaparecen de mi vista. Saco del bolso la cartera. Pero Michelle con sus gestos me dice insistentemente que no, agitando nerviosa la cabeza.

-No, no, no, siñora. Yo invita tu- me dice con un fuerte acento francés.


Su marido grita algo desde dentro y Michelle desaparece rápidamente por la puerta de la cocina, dejándonos solas en la nueva oscuridad de la terraza. Pongo a Lola su correa. Vaya susto que se ha llevado. Aún está temblando la pobre. Me calzo las sandalias con la intención de tomar el camino de vuelta. Esta vez rodeando el sendero del pinar que lleva directo al aparcamiento. Veo las pegatinas fluorescentes de las furgonetas de los surfistas, aparcadas al borde del camino. Están dentro de la reserva. Eso es acampada ilegal. En cuanto tenga cobertura pienso avisar a la guardia civil. Voy retomando la compostura, concentrándome en los sonidos que me rodean: mis pasos sobre la plataforma de madera, el tintineo del collar de Lola y el rumor lejano del océano. Hace una noche maravillosa y no me la van a fastidiar un par de niñatos.


Cuando voy acercándome al aparcamiento la oscuridad ya es total y se ha levantado un poco de viento. Solo me guio por el claro reflejo de los tablones de madera del sendero. Agarro fuerte la correa y siento un ligero desasosiego por primera vez en todo el día. Acelero mis pasos para llegar cuanto antes a la seguridad del interior del coche. Ya piso de nuevo el asfalto. Me quito las sandalias para sacudirme la arena de los pies, y en la penumbra del parking observo dos figuras plantadas como estatuas junto a mi automóvil. Me asusto por un momento, hasta que observo que las sombras van uniformadas.


-¿Soledad Gil de Prada?- dice, por puro protocolo, uno de los agentes cuando al fin llego hasta ellos. Saben perfectamente quien soy. Fueron ellos mismos quienes me interrogaron aquel día.

- Si, señor- respondo, tratando de no parecer nerviosa, sonriendo en la oscuridad.

-¿Podría acompañarnos?

-Pero... ¿Por qué? ¿mi coche?¿ Y la perrita?- les espeto.

-El coche vendrán a buscarlo por la mañana. Déjenos las llaves. La perrita puede llevársela con usted- declara con tono cálido y amable.

Eso me tranquiliza, aunque me hago la angustiada y pregunto con voz quebrada:

-¿Que es lo que está ocurriendo aquí?- rompiendo a llorar, pecando quizás un poco de melodramática.

El agente que aún no ha hablado parece dudar por un momento, pero acaba por arrancarse.

-Es su marido- titubea- Hemos encontrado a su marido- dice al fin.

El otro le mira severo.

-Acompáñenos por favor. Lo aclararemos todo en el cuartel. Allí será informada puntualmente de lo ocurrido- afirma algo incomodo, tratando de arreglar la negligencia de su compañero.


Prefiero no seguir con el juego y permanecer en silencio, al menos hasta que hable con mi abogado. Cualquier pequeño detalle podría perjudicarme ahora. Así que entro en el asiento trasero con Lola entre mis brazos. Tiembla ligeramente y me lame ansiosa las manos. El vehículo arranca, dejando atrás el aparcamiento. Empieza a tomar las curvas de la carretera que asciende entre el pinar, hacia el pueblo. Las copas de los arboles se agitan suavemente bajo una luz azulada. Los agentes van callados. Observo, desde atrás, sus perfiles recortados; sus firmes cuellos, sus esbeltos cráneos. Parecen tranquilos, casi adormilados. Lola , desde mi regazo, me mira con ojos brillantes y acuosos. Sabe que las cosas pronto cambiarán para nosotras.








viernes, 15 de julio de 2016

El poema puta





El poema puta
                                                     
Tratando de dar un nuevo aire al poema
lo maquilló de sinécdoque,
puso peluca de asíndeton.
Así lo iba engalanando, cual puta de feria.
Tanto lo mutó tanto
Lo retocó tanto y tanto
que ni su propia madre ya lo reconocía.
Lo cambió varias veces de nombre
y puso pechos de quiasmo.
Lo rimó y lo puso un ramo
También lo puso en negrita,
en cursiva y en ron.
Lo exhibió en algún concurso,
recitaba por los bares,
Y mostralo a varias mozas
para llevarlas al catre.
Nada de ello consiguió.
Mas se hartó y lo abandonó.
Pero como la casualidad
es la madre de todas las putas
hizo que pasado un tiempo
de nuevo se lo encontrara,
de tal guisa, algo desmejorado.
Lo había visto sentado
en la papelera de reciclaje.
Allí, ofreciendo mamadas,
por un poco de tinta.

  A Pedro Reyes










viernes, 1 de julio de 2016

pensamiento estrábico (I)


Pensamiento estrábico (I)




Podéis llamarme idiota (no aprovechéis), pero hubo un tiempo en mi pubertad en el que llegué a confundir a Borges con Cortazar y viceversa. En algunas ocasiones eran uno; un gran animal bicéfalo con acento seseante. En otras, dos entes superpuestos. Como sea, ambos formaban una dualidad tan lejana como tediosa. Una misma masa erudita y uniforme de la cual resonaba, como vieja bocina de barco, cierto eco transatlántico. Que nadie se preocupe demasiado, no me fustigo por ello. Mucha gente en este país ni siquiera sabe hoy quienes fueron y sobreviven tan apaciblemente. Así que el hecho de haberlos confundido entonces, no me quita para nada el sueño. Curiosamente sí que ponía cara a Benedetti, quizás porque en los noventa se le dio mucha bola por acá (que hubiera dicho él). Uno en su tierna juventud, si había de mojarse, prefería darse un baño sucio antes que mágico, si de realismos la piscina estaba llena. Además eran argentinos, y aunque el tiempo solo a medias me ha quitado la razón, afrontarlos se me hacía cuesta arriba. Llamadlo garrulismo, colonialismo cultural o ignorancia (perdonen las redundancias), pero lo cierto es que en el instituto pasábamos ampliamente de aquellos autores. Posteriormente, con los ánimos ligeramente más calmados, me acerqué a ellos cautelosamente, sin quemarme. 

Pero a lo que íbamos. Hoy sin buscarla, como una gripe traicionera, cuando ya ni me acordaba de que hubo un tiempo en que yo los confundía, he obtenido respuesta a aquel absurdo desbarajuste. Ha venido a mí en forma de solapa de libro. Esa solapa casi siempre alevosa que muestra el rostro del autor, muchas veces sin fortuna. Ambos tenían un ojo para allá (quizás mirasen para acá con él), me he dicho. Era eso. Y en cierta forma me he sentido reconfortado. Como si por fin cerrase una puerta por la que entraba una incómoda corriente de aire. Casi triunfante he corrido a comprobarlo. Observando, como así es, que Borges podía vigilar la toalla a la vez que se bañaba. Bien es cierto que Borges se quedó ciego, por lo que tenía bula para torcer la mirada tanto como le viniese en gana. Aunque leí en algún sitio que una vez Guillermo Cabrera Infante, no fiándose de la ceguera del viejo porteño, le abandonó en medio del tráfico y este salió ileso por su propio pie ¿Fortuna o vista? Bromitas de escritores. Pero, oh Cortazar, para mi desgracia aun no he sabido determinar el grado de estrabismo del argentino. Ni siquiera podría hoy jurar que padeciese tal virojera. Puede que sea mi memoria la que bizquea . Quizás Julio solo tenía los ojos separados. Unos grandes ojos de pájaro que desde la pantalla ahora me observan, rencorosos y perfectamente simétricos, mientras sostiene un cigarrillo en la boca. Esperando impaciente a que tome una decisión al respecto, y así poder encendérselo de una maldita vez .