He de
confesar que siempre envidié a aquellos que lo tienen todo claro; su
brutal clarividencia, su firme determinación . Tal ajena virtud provoca
en mí una inquietante desazón; un estado de desconcierto que me
hace titubear ante algunos acontecimientos. Envidió como un perro a
los comunistas, a los gurús de las redes sociales, a los anarquistas
inconsecuentes, a los curas enrollados, a los góticos que sobrepasan
los cuarenta años y bailan en la soledad de sus aposentos, a
los rabinos ultraortodoxos (sobre todo el valor que atesoran para
llevar esas patillas en forma de tirabuzón), también al hincha que
perdió un ojo en una pelea (y ahora luce orgulloso un parche con los
colores de su equipo), a los veganos, a los carnívoros
jactanciosos que se mofan de los anteriores, a los que defienden a
muerte la homeopatía, a los talibanes de la ciencia y a los
cienciólogos de pómulos operados, a los que durante un tiempo
usaron la pulsera Power Balance, a los que hacen yoga y pilates
avanzado, a los que aseguran con firmeza que su perro les habla mal
de su jefe, a los que entierran convencidos placentas en noches de
luna llena, a los que piensan que su cerdo vietnamita es la
reencarnación de Jesucristo e incluso a mi mismo, cuando en la
ebriedad también lo tengo claro. A ninguno comparo pero a todos envidio. Envidio su decisión, su solidez. Es más, cuando
sus postulados plantean, escucho, mientras pienso: ¡Válgame dios¡
¡Si es que llevan razón¡ Incluso he llegado a conocer un par de
casos (estos son los seres por mi más envidiados), de quienes ya han
transitado por la mayoría de los ejemplos antes citados, sin guardar
ningún tipo de ira o rencor hacia sus anteriores alter-egos.
Esta pelusa,
recuerdo, comenzó a fraguarse en aquel primer recreo de preescolar.
Cuando los niños, un instante antes revueltos, ante el toque del
silbato, se fueron a colocar en cuatro filas perfectamente alineadas.
Yo, tratando de no llamar demasiado la atención, me acerqué a la
fila tres. Allí, tieso como un garrote, estaba mi amigo Boris, al
que acababa de conocer en el patio. Susurraba algo ininteligible para
mí, pues apenas abría la boca y mantenía el mentón alto y los
ojos clavados sobre la nuca del infante que le precedía -¿De que
señorita eres?¿De que señorita eres?- mascullaba él, mi nuevo y
primer amigo, tratando simultáneamente de ayudar y disimular de la
mejor forma posible. Dios ¿A que se refería?¿De que demonios
hablaba Boris? (sus padres eran progres y le concibieron mientras
veían una película de Boris Karloff). Estaba completamente perdido
en aquella inédita situación. La única señorita que yo entonces tenía el gusto de conocer era mi madre. Mientras una turbina de pensamientos agitaba
mi infantil mollera, una sombra vino a interponerse entre mi escaso
metro de altura y aquel todavía amable sol de septiembre.- A ver ¿De
que señorita eres tú? -me espetó pacientemente una dulce y joven
maestra- De mi madre- acerté a decir, justo antes de que otra mano
apareciese por detrás de mi oreja y elevase mi pequeño cuerpo unos
centímetros sobre el suelo,-¡Es mío¡- gritó la señorita Laura,
mientras me arrastraba hacia su fila y me soltaba un sopapo. Allí me
quede plantado, en el silencio de aquel patio, un tanto avergonzado y
con ganas hacer pis. Al menos ya sabía de que señorita era.
A raíz de
los hechos acaecidos durante las últimos días en Cataluña (y por
extensión en el resto de España), me he vuelto a replantear cual es
mi ubicación en el patio. Y de nuevo, he buscado a mi amigo Boris
entre las filas. No ha habido éxito. En un conflicto donde las
medianías parecen cosa de cobardes, el discurso de la izquierda
española se antoja ambiguo e irrelevante para las masas. Por otro
lado, se nos ofrece la lógica aplastante de la eterna dualidad. El
yo más, el blanco o negro. Allí no hay sitio para el error. Sí,
amigos, existe un placentero lugar donde posicionarse. Un Shangri-La
sin recovecos.
Esta
reconfortante dualidad, sin embargo, posee muchos más puntos en
común de lo que sus propios entusiastas sospechan. En este caso,
conocer al enemigo es como mirarse al espejo. Salta a la vista que
ambos ''bandos'' han demostrado encontrarse bajo el auspicio de
políticos egocéntricos e irresponsables. En lo puramente estético,
el conflicto se nos muestra también horripilante; ese abuso de
banderas, que curiosamente utilizan los mismos colores y a veces
cuesta diferenciar. Pero sin lugar a dudas, quienes disparan por las
nubes los niveles de miedo y asco en todo este asunto son todos esos
ventajistas e ignorantes; que en la orilla se muestran agazapados
tras las ramas, esperando que se abra la veda para pescar con
dinamita en el río. Esos patriotas mononeuronales (pónganles
ustedes bando, a mí me da lo mismo) que están disfrutando a tope de
la partida. Cuidado con ellos. Es su momento. Son muchos y
gilipollas. La fractura ya es un hecho y el daño se muestra
irreversible. Luego vendrán las quejas y los yo-ya- lo- dije, allí
también habrá que correr a coger silla, no nos vayamos a quedar
solos y en pie en medio de tal sinsentido.
Poco más
que aportar desde este burladero, que mucho más y más mejor (que
diría el payaso triste y legislador) no se haya aportado ya.
Simplemente, aprovechar la coyuntura para lanzar un llamamiento en la
búsqueda de aquel mi primer amigo Boris. Su nombre no es muy común
y hace más de treinta años que no nos vemos. Hoy, en el desolador páramo de esta pangea comunicativa, puede que tengamos la fortuna de
encontrarnos. ¿Acaso él supiera susurrarme algo sobre todo este
asunto?¿Acaso ofrecerme un asidero al que agarrarme? No soy
optimista, pero quizás pudiera chivarme algo. Así todo resultaría mucho más fácil. Eso sí, espero que lo haga pronto,
porque parece que está vez la señorita Laura (ella siempre supo de
que lado estaba) nos va a soltar una buena mano de hostias a todos.
Duelo a garrotazos- Francisco de Goya |