Sven,
el tronco
Debía
de ser martes. Sí, era martes. Ahora estoy seguro. Lo recuerdo bien
porque era el único día que en el que yo libraba en el bar. Aun
así allí estaba, disfrutando de mi asueto en el puesto de trabajo;
bebiendo Vol-Damn y fumando hierba con los habituales, al otro lado
de la barra. Tampoco tenía mucho más que hacer y hacía un día de
perros. Los pocos clientes que había en el bar jugaban a los dardos
o permanecían clavados a sus asientos con cara de aburrimiento.
Entonces reparé en él. Un hombre robusto, de unos treinta y pico
años, con larga melena roja. Estaba sentado en la otra esquina de la
barra, justo en frente de nosotros. Rodeado de casi una decena de
botellines de cerveza vacíos. Seguía el ritmo de la música sobre
el acolchado del mostrador con ambas manos. Unas manos enormes,
deformes y callosas, que me llamaron poderosamente la atención. Una
mata de pelo ocultaba parcialmente su rostro; un rostro curtido, que
tenía ligeramente ladeado y miraba hacia la entrada. Aparte de
aquellas colosales manos, también movía la cabeza al compás de la
canción que sonaba en aquel momento. Se veía a la legua que aquel
tipo era extranjero. Estaba hecho como a otra escala y sobre todo ese
color de pelo; naranja y fuego. Vestía una larga chaqueta de lana
beige, camiseta de rayas marineras y parecía necesitar una ducha.
Hice
una señal con el dedo a Laura, así es como se llamaba la chica que
me sustituía los días en los que yo libraba. Esta se acercó.
-Oye
Laura ¿Porqué no has ido retirándole las cervezas a ese guiri?- le
dije un tanto severo, dirigiendo mi mirada hacia aquél tipo.
-No
quiere. Cuando me acerco a recogerlas las abraza y niega con la
cabeza- replicó, quitándome el canuto de la boca y dando una
profunda calada.
En
aquel momento el forastero giró la cabeza hacia mí, mostrándome
unos grandes ojos azules y una amplia sonrisa de dientes amarillos,
mientras alzaba su cerveza a modo de saludo. Yo le devolví el gesto
llevándome una mano a la frente y sonriendo, un poco avergonzado por
mi descaro. Después concentró su mirada en el culo de Laura y
brindó de nuevo, esta vez sin dirigirse a nadie en particular. Dio
un largo trago a la birra, la posó en la barra, y de repente
despareció como si hubiese sido absorbido por el suelo del bar.
Había girado sobre su banqueta y en un ágil movimiento había
saltado hacia abajo esfumándose por completo. Yo aún permanecía
atónito cuando le vi aparecer de nuevo andando sobre sus manos en
dirección al servicio. Aquél tipo no tenía piernas. Lo único que
quedaba de ellas eran dos diminutos muñones, ocultos bajo unos
pantalones vaqueros cortados a la altura del muslo y anudados en cada
pernera. Se movía con rapidez. De un pequeño salto alcanzó el pomo
de la puerta del baño de tíos y entró cerrándola tras de sí. En
aquel momento recuerdo que pensé que no era muy higiénico andar con
las manos por el suelo de aquel tigre. Pero que otro remedio le
quedaba al pobre diablo. El resto de los parroquianos, muy dados por
lo general al humor negro y al chascarrillo cruel, se habían quedado
tan estupefactos como yo y no abrieron la boca si quiera. Cuando
salió se dirigió de nuevo a la barra. Pagó sus cervezas desde el
suelo, alargando el brazo, y después se subió con gran destreza a
una pequeña silla de ruedas plegable que tenia colocada bajo su
taburete. Alguien le ayudó a abrir la puerta del bar para facilitar
su salida. Y aquél hombre, dándonos la espalda desde su silla,
levantó la mano y vociferó:
-Ha
det Bra- despidiéndose de todos.
Sven,
que así es como se llamaba, pronto se convirtió en uno de los
habituales. Casi nunca faltó a su cita durante las semanas
posteriores. Llegaba sobre las ocho y siempre se quedaba hasta el
cierre, ayudándome en ocasiones a recoger y a limpiar el bar, pues
pese a no tener piernas era sorprendentemente resuelto y
autosuficiente. Rápidamente se ganó la confianza del resto de
feligreses, pues poseía un gran sentido del humor y era muy
expresivo. Tanto, que el hecho de ser noruego y apenas saber inglés,
casi aún menos que nosotros, no impedía que nos comunicásemos con
soltura. No le hacía ascos a nada. Bebía como un cosaco y pronto se
aficionó a nuestra hierba, la cual fumaba en su propia pipa, pues no
toleraba el tabaco. Le gustaba echar pulsos y apostarse cervezas.
Tenía una fuerza descomunal y sus manos eran duras y rugosas como
esparto. Siempre nos ganaba. Después reía y silbaba como un loco,
dándonos unas palmadas cariñosas en la espalda, señalando hacia a
la barra para que le trajésemos el beneficio de su apuesta. Se
hospedaba en una pensión cercana, pero a veces iba tan borracho que
se quedaba a dormir en el coche. Tenía un vehículo adaptado que se
había hecho construir en Noruega. Este llevaba un dispositivo que
Sven se instalaba a modo de cinturón, y con un par de hierros que
hacían las veces de piernas, manejaba los pedales. Siempre me
extraño que se lo hubiesen homologado, pero lo cierto es que con ese
coche había recorrido media Europa. En una ocasión monté con él y
tras una infracción de tráfico, conducía horriblemente mal, nos
paró la policía municipal. Estos al acercarse al coche a pedir
explicaciones y al ver a aquel vikingo, que con gesto lastimoso
señalaba sus muñones, esbozaron una mueca a medio camino entre el
asco y la compasión, dejándonos seguir sin pedirle acreditación
alguna. Sven se reía a carcajadas y me comentaba la jugada en
noruego, como si yo pudiese entenderlo. Deduje que ese debía de ser
su modus operandi para tales ocasiones.
Las
semanas transcurrían y Sven y yo íbamos congeniando cada vez más.
Compartíamos principalmente vicios, sentido del humor y gustos
musicales. Asuntos que por entonces para mi eran de vital
importancia. Así que un día al cerrar el bar, agarramos un par de
botellas y fuimos a mi casa a seguir con el bebercio y la charla. Fue
aquella madrugada cuando me contó lo que había sucedido con sus
piernas, además de otros aspectos de su vida de cuando aún las
conservaba.
Sven,
había nacido en un pequeño pueblo de las islas Lofoten. Un paraíso
situado al norte del círculo polar ártico, ahora convertido en
reclamo para turistas. Me repitió el nombre exacto del lugar un par
de veces pero no lo pude entender bien. Provenía de una importante
familia de pescadores. Su abuelo había sido un hombre muy respetado
en la isla, pues en los años sesenta se había hecho de una pequeña
flota pesquera, especializándose en la captura del bacalao. Así que
desde niño había crecido en un ambiente marinero y siempre supo
que su futuro estaría ligado a la mar. Su padre pronto heredó el legado
del abuelo, pero tras la repentina muerte de la madre de Sven, cuando
este contaba con solo trece años, entró en una gran depresión.
Comenzó a beber y dejó de embarcarse, delegando responsabilidades y
olvidándose de pagar las facturas y a sus empleados. Estos, para
cobrarse sus sueldos, siguieron usando las embarcaciones y
beneficiándose de las capturas, pero dejando a cuenta todos los
gastos en licencias, combustibles y demás. Por lo que los
barcos fueron embargados y en apenas dos años la familia de Sven lo
había perdido todo, excepto su cabaña al pie del fiordo. Su padre
afrontó esta situación bebiendo más vodka. Tanto, que un día no
supo regresar a casa, apareciendo una mañana congelado a apenas
doscientos metros de la cabaña. Sven, que tenía dos hermanas
pequeñas, tuvo que malvender la casa. Conservando una tercera parte
y dando a unos tíos, que vivían en una isla cercana, las otras dos
partes a cambio de que quedasen al cuidado de sus hermanas. Así que siendo un adolescente, tuvo que dejar su pueblo para irse a las
afueras de Oslo, donde tenía algún pariente que también se
dedicaba a la pesca. En la capital pronto adquirió malos vicios y
peores compañías. El joven Sven, que nunca antes había abandonado
el archipiélago de Lofoten, fue perdiendo la inocencia a golpe de
desengaño. Recién cumplidos los dieciocho años se embarcó en un
mercante francés que hacía ruta con varias escalas entre Le Havre
y el Pacífico Sur. Os podéis imaginar la impresión que causaba
aquel hombre pelirrojo de más de dos metros de altura cuando pisaba
tierra en lugares como Malasia o las islas de la Polinesia. Allí se
aficionó al opio y a las mujeres menudas. También pasó unos meses
en prisión por unos asuntos de contrabando en Filipinas.
Pero
su tragedia no vino a ocurrir en ninguno de aquellos exóticos
lugares, sino en un repostaje en el puerto de Algeciras. Habían de
mover varios contenedores para poder pasar una de las mangueras
dispensadoras de combustible y los tripulantes, a voz en
grito, se avisaban cada vez que soltaban las gruesas bobinas de
cable, que con gran tensión sujetaban los depósitos. Uno de esos
látigos metálicos, soltado a destiempo, barrió la cubierta del
barco partiendo a dos hombres por la mitad, como si fuesen muñecos
de plastilina. Uno de ellos fue cercenado a la altura de la cintura y
murió en el acto. El otro estaba sentado sobre sus muñones, en el
sofá de mi casa, contándome la historia. No se ahorró ningún
detalle y parecía disfrutar con el relato. A mi se me revolvieron
las tripas e improvisando alguna excusa tuve que ir a vomitar al
baño. Al volver, Sven ya roncaba en mi sofá. El cual a partir de
entonces se convirtió en su nueva cama. Así se lo cedí, como pago
por el conocimiento de aquella increíble crónica.
Ciertamente,
yo no parecía ser el único en haberse encariñado con aquél medio
vikingo. Laura, muchacha especialmente bonita y bastante liberal para
la época, había empezado a frecuentar el bar con más asiduidad.
Antes de la llegada de Sven, a excepción de los martes, jamás
pisaba el tugurio: Porque es un puto nido de babosos y
perdedores, me solía decir. Ahora visto con perspectiva he de
decir que no le faltaba razón. Sus padres eran unos hippies
catalanes y ella se había criado en una comuna, en algún lugar
perdido de los Pirineos; en uno de esos pueblos que habían sido
abandonados en los años cincuenta, para después ser reocupados por jóvenes
idealistas. Al final, harta de pasar frio en invierno y de las dietas
basadas en pasta y arroz, había decidido bajarse a la ciudad para
hacer unos cursos sobre cromoterapia y aromaterapia, los cuales
impartía una vieja amiga de sus padres. Porque la medicina
alternativa es el futuro. A ver cuando te enteras, tío… Nunca
lo probé. Lo cierto es que ella siempre olía muy bien. Me gustaba
su actitud ante el sexo. Iba al grano y de frente. Quienes la
tildaban de zorra solían ser los tíos a los que había rechazado.
Sus buenos motivos tendría. Bien es cierto que atesoraba una larga
lista de amantes y sentía cierto gusto por lo exótico. Por lo que
un tipo como Sven debía de ser una de las muescas que aún faltaban
por marcar en su incensario. Tonteaban en el bar para envidia de
muchos. Él se dejaba ganar en los pulsos y tras la derrota
gesticulaba haciendo como que le había roto el brazo. Después ella
, compasiva, le abrazaba y besuqueaba la cabeza. Cuando ya andaban
bolingas montaban unos números de lo más dantescos. Sven la subía
a horcajadas en sus anchos hombros y corría sobre sus manos por el
bar, relinchando como un caballo. Mientras ella, agarrada a sus
melenas, se reía a carcajadas. En ocasiones era ella quien le subía
sobre sus piernas, dándole cerveza a modo de biberón, como si se
tratase de un bebe gigante.
El
romance de intenso duró apenas un par de semanas. Semanas en las que , cuando yo regresaba a casa, ellos ya se habían apropiado de mi
habitación. Estancia que Laura ya conocía, pero que a juzgar por
sus gemidos nunca había disfrutado tanto. Yo, resignado, me echaba
en el sofá y encendía el televisor poniéndolo a todo volumen. Así
caía rendido, aun con las advertencias de la tele-tienda, los jadeos
de la habitación contigua y el horóscopo semanal, que recuerdo por
entonces presentaba una señora de mechas rubias y voz cavernosa.
Como ya he dicho antes, para Laura, el efecto Sven apenas duró
un supiro. Lo cierto es que nunca llegué a saber lo que ocurrió
entre ellos, aunque intuyo que nada bueno. Laura, terminado el
romance, apareció una tarde mientras yo limpiaba el bar y se
autodespidió. Llevaba gafas de sol, mascaba chicle y lucía un
semblante serio. Búscate a otra pringada para los martes, tío…
creo que esas fueron exactamente sus palabras. Sven, en cambió,
no parecía fustigado por el desamor. Nunca volvió a mencionarla. Y
su ánimo y comportamiento no variaron ni un ápice.
El
verano se nos iba echando encima como una lengua gorda y pegajosa. Yo
seguía bebiendo y esnifando los pocos beneficios que el bar
generaba y no tenia dinero para meter a otra persona, por lo que empecé
a trabajar los martes también. Sven, se había puesto a trapichear
con algo de hierba. Percibía una pensión vitalicia del gobierno
noruego, nunca supe su cuantía, pero él era un hombre de acción.
Más de una vez tuvo que reducir a algún macarra, que pensó que
podría fácilmente estafar a aquel medio hombre solo por el hecho de
que su cabeza estuviera a la altura de sus cojones. En una ocasión
tuve que quitárselo de encima a uno de esos inconscientes. Sven lo
había derribado, barriéndole las piernas en un rápido movimiento y
ya se había encaramado encima de él, estrangulándolo con una sola
mano. El macarra lloriqueaba asustado y pedía perdón, medio
asfixiado y con los ojos enramados. A punto de cagarse encima de su
pantalón pirata.
Permítanme
que en este punto de la narración me tome un respiro. Ha pasado
tanto tiempo desde que ocurrió todo aquello que casi lo recuerdo
como algo ajeno. Tengo que hacer un esfuerzo. Buscar en mi memoria
nexos de unión; fechas, caras y nombres que ahora, a mi pesar, se
entremezclan. He de tratar de seguir un orden cronológico de los
acontecimientos. Así que espero, que los que también conocen la historia,
sepan disculparme si descubren que algún dato me patina. Mi
intención es desembocar en lo que ocurrió aquella noche. Esa es la
meta. Había dicho que era verano. Lo era. Hacía calor y en el bar
tenía permiso para poder cerrar una hora más tarde por el convenio
del horario estival. Sven, había abandonado el sofá de mi casa días
atrás. Julian, uno de los habituales, tuvo que marcharse con
urgencia a Madrid pues su madre estaba en la última fase de su
enfermedad. Así que a cambio de techo le había dejado al cuidado de
sus plantas. Cuídame bien a las niñas y tendrás tu parte. Sven,
supongo que harto de mi sofá, no lo dudó ni un segundo. Lo cierto
es que yo también me alegré, pues no pasaba por una buena racha y
me apetecía cierta intimidad después de unas cuantas semanas de
compañía. Llegada la noche de autos, recuerdo que alguien había
traído una caja de botellas de Mezcal. Pondría la mano en el fuego que debió de ser algún
cliente moroso que quería pagarme en especies, técnica muy habitual
entre los pufistas. Lo catamos, claro está. Tras trasegar la primera
botella el resto fueron cayendo una detrás de otra.
Irremediablemente. Pues como bien sabrán, el alcohol invita al
altruismo y a la fraternidad. Y qué decir del Mezcal. No conté los
gusanos que engullí aquella noche pero si recuerdo que al final yo
me arrastraba como uno de ellos. La gente poco a poco fue
desapareciendo. Llegaba la hora de cerrar y yo estaba muy
perjudicado. Como de costumbre me quedé a solas con Sven. Nos
revolcábamos por el suelo entre carcajadas. Desde allí abajo
parecía un mastodonte, un personaje demoníaco. Una deidad
escandinava, con el pelo de fuego y grandes colmillos color arena, a
punto de engullirme.
Pareces
una puta sirena gigante. Una sirena diabólica, cabronazo…el
demonio de una peli del flipado de David Lynch….Grendeeeeeeel lucha
conmigo ¡¡¡¡ arghhhhhhhh…
Él
me respondía y yo percibía su voz como un disco girando lentamente
al revés.
Joder, eres el puto demonio, tio…Burzuuuuuuuum…arghhhhhhhhh….
Joder, eres el puto demonio, tio…Burzuuuuuuuum…arghhhhhhhhh….
Entonces
llegó el apagón.
Lo siguiente que recuerdo fue un cierto frescor en la sien. Poco a poco fui
despertando, con el agradable tacto de las baldosas del baño. Pronto
percibí el penetrante olor a orín y la agradable sensación se
esfumo por donde había venido. Volví a vomitar. No sé cuánto
tiempo había podido transcurrir ¿Diez minutos? ¿Dos días? Allí estaba yo,
sentado en el suelo de mi asqueroso tigre con la camiseta vomitada y
un ejército de tambores redoblando en mi cabeza. Me reincorporé
lentamente y al apoyarme sobre la pared dejé una pequeña mancha
roja sobre los azulejos. Palpé mi cabeza descubriendo una brecha
sobre mi frente. No parecía muy profunda y en un primer momento creí
que me habría golpeado al caer. Después traté de abrir la puerta,
inútilmente. Aquella puerta solo tenía pestillo por la parte
interior. Presa de la confusión, tardé unos segundos en reaccionar
antes de descubrir que había sido encerrado. Embestí la puerta con
fuerza y cedió un poco. Fuera escuché un ruido. Algo pesado que
caía al suelo, emitiendo un golpe seco y metálico. Otra patada más.
Ya conseguí sacar un brazo por el hueco. Tras varias embestidas pude
salir. Topándome con una barricada de sillas, mesas y cajas de
cerveza, que se veía habían sido apiladas rápidamente y que tuve
que ir sorteando. Instintivamente corrí hacia la caja registradora.
La encontré en el suelo reventada y obviamente vacía. Busqué el
bate que guardaba debajo de la barra y salí dando tumbos hacia el
exterior.
Amanecía
y la calle estaba desierta. La sangre entraba en mis ojos y respiraba
con dificultad, poseído por la cólera. Entonces escuché una puerta
cerrarse. Un sonido leve pero delator. En la otra acera un coche
aparcado intentaba arrancar. Crucé la carretera de cuatro zancadas,
destrozando la luna delantera al primer golpe. Después abrí la
puerta del coche dispuesto a machacar a ese cabrón. Sven, que aun no
había tenido tiempo de colocarse las prótesis para conducir, me
miró asustado. Juntó las manos a modo de súplica y de sus ojos
brotaron unas grandes lagrimas que corrieron lentamente por su
rostro. Susurraba algo y repetía mi nombre una y otra vez. Después
agarró mis piernas, abrazándolas. Lloró un rato sobre ellas,
mojando mis pantalones.
Algunos
vecinos observaban ya la escena en silencio, desde sus ventanas .
Solté el bate sobre la acera. Me di la media vuelta y comencé a
andar hacia el bar. Pude escuchar como arrancaba el motor del coche.
-Ha
det bra – espeté, levantando la mano mientras me alejaba. Siendo
consciente de que él ya no me oía.
Ese cabrón escandinavo... Interesante historia de trágico desenlaze. No le falta ritmo, pasajes bizarros, ternura ni acción. Un gusto de lectura. El escenario, el bar me resulta familiar, casi podía verlo y olerlo, juraría que he estado allí, aunque nunca llegué a sumar a Sven como uno de sus personajes, lo cierto es que no desentona y entre aquellas cuatro paredes la historia resulta creíble, casi dudo sobre cuanto puede llegar a haber de cierto en ella.
ResponderEliminarDe nuevo, un gusto de lectura urgente y fresca.
Ahora, si me permítes el comentario: sigue...
Javi o un lector, como prefieras...
Se agradecen los piropos ,querido Javi. Seguro que estuviste allí, y más de una vez. Y hazme caso, como casí siempre, la realidad supera a la ficción. Gracias,amigo.
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