Dermis
María del Carmen Von Jansen (de ahora en adelante
Menchu) aguardaba aquella tarde en la puerta de su puesto de trabajo.
Había llegado unos veinticinco minutos antes que de costumbre; sus
ojos estaban hinchados, parecía que hubiera estado llorando y se
sorbía cada poco la nariz. Como no tenía llaves, esperaba sentada
en uno de los escasos bancos de madera que aún se conservaban en la
avenida. El motivo de aquel desbarajuste horario se debía a una de
sus últimas citas con el dermatólogo, ocurrida hacía unas pocas
horas; citas que, en lo que iba de año, ya no podían contarse con
los dedos de ambas manos. En esta ocasión le había despachado
demasiado rápido. El doctor, que no se puede negar, era un hombre
atractivo, había vuelto a decirle que lo suyo era un problema
psicosomático. Los análisis y pruebas así lo dictaminaban. Según
su opinión, debía de tranquilizarse, tomar de nuevo las riendas de
su vida y dar carpetazo al pasado. Quizás hacer un viaje, tomar
distancia, había insistido, mientras limpiaba la montura de las
gafas con su bata blanca; acto que le pareció otro síntoma más de
su desinterés hacia ella. En cuanto tu cabeza se despeje
desaparecerán las manchas, había concluido, posando su suave
mano de médico sobre su hombro y casi susurrándole al oído.
Si solo fueran estas horribles manchas -es lo
que se repetía - sentada en aquel banco de la avenida, mientras
pasaba por delante de ella un autobús de dos plantas repleto de
turistas japoneses. Después del aborto empezó a sufrir problemas de
tiroides y en menos de un año había engordado más de treinta
kilos. Vale que también había descuidado su alimentación debido a
la depresión, pero no creía que fuera para tanto. Era obvio que
sucedía algo más. Algo que desconocía y crecía cada día en su
interior. Pasar las noches comiendo helado y fumando cigarrillos,
hasta ver salir el sol, fue su personal forma de venganza. Una
solución , a sabiendas inútil, con la que llenar el profundo
agujero que había dejado la marcha de Marcus. Buscaba el error, el
día en que todo se había torcido, un detalle, una mirada, una
palabra equivocada, un polvo desagradable, algo, necesitaba cualquier
cosa urgentemente; si no iba a perder la cabeza del todo.
Sabía que existía una manera de darle un buen
escarmiento, pero sería ir demasiado lejos; y aunque a ella (al
menos en este momento) no le importaban en absoluto las
consecuencias, estaba su madre, que aunque ya mayor, no podía
permitirse de nuevo la perdida de otra hija. Pero, en el fondo, de
que serviría llevar a cabo tan brutal acto. Quizás la pena solo le
acompañara por unos meses y su recuerdo se acabaría difuminando.
Aparte ¿Cuál sería la imagen que él conservaría de ella tras su
muerte? ¿La de la amante bella y apasionada ? O la de la mujer gorda
y trastornada con una enfermedad cutanea que la desfiguraba. Si se
quedara con está última, sería una imagen pasajera y él la
olvidaría pronto, pues las mentes lúcidas desechan con rapidez todo
lo que no necesitan, y siendo francos, la de Marcus, aunque cruel,
seguía siendo una mente lúcida. Y si, por el contrario, perdurase
en su memoria la representación de la amante bella y sensual, puede
que en alguno de sus futuros orgasmos ella se colase en su cabeza en
el momento oportuno, probablemente con tal fugacidad que no diera si
quiera tiempo a que se formase con nitidez su recuerdo, y así
acabaría su rostro mezclándose con el de todas sus anteriores
conquistas y vete a saber con que otras sucias perversiones.
Pero si algo no había cuidado Marcus, en aquella
relación, habían sido las formas. Cuando rememoraba su último
encuentro, sentía una especie de fatiga en el pecho que transcendía
lo emocional y le hacía temerse lo peor. Sería casi cómico morir de
un infarto, mientras él almorzara plácidamente con su mujer, sentado
en el jardín, llevara a sus hijos a jugar al hockey, o se acostara
con cualquier putilla. Por eso a veces fantaseaba con tomar la más
drástica solución, pues al menos así cargaría un poco más la mochila
de su culpa. Negar ahora que su comportamiento tuvo algo de extraño
durante las últimas semanas sería mentir. Pero cuantas veces se
había mentido a si misma, pensando que él podría llegar a
abandonar a su familia y comenzar de cero. En cierta forma, Marcus
había contribuido a alimentar todas estas ilusiones, sobre todo al
principio. La idea de viajar por el mundo y acabar estableciéndose
en España , en alguna de las islas Canarias -habían determinado-
(La Palma o Lanzarote, acabaron por ser los lugares elegidos para
ello); vivir de la tierra, montar una huerta ecológica o una pequeña
granja; aprender las técnicas de pesca de los nativos y hacer el
amor en una cala distinta cada atardecer... solían ser temas
recurrentes aquellos felices días. Además Menchu era medio
española, lo cual facilitaba todavía más las cosas. Después de
proyectar, tumbados sobre la cama del hotel de turno, su futura vida
en común, ella le besaba con dulzura, luego se montaba encima de él
y hacían de nuevo el amor.
Aquella última mañana en la que se vieron, él la
había acompañado hasta la clínica. Ya estaba embarazada de
dieciséis semanas y la cuestión no podía demorarse más . A sus ya treinta
y nueve años, jamás pensó en tener hijos y en cuanto tuvo la
primera falta se lo comunicó a Marcus (que palideció más si
cabe). Conjuntamente eligieron la opción de abortar como la única
de las posibles. No obstante, cuando se acercaba la fecha, Menchu
comenzó a dudar sobre el asunto. Pocos días antes de la
intervención, ella simplemente lo dejo caer, casi bromeando. Él se
puso echo una furia. Le gritó, arrojándola con violencia sobre la
cama, mientras espetaba : Puta interesada. Tú a mí no me vas a
joder la vida. Ella se puso a llorar y él pronto se arrodillo
arrepentido, besando sus manos y rogando su perdón. Después la dio
media vuelta y lo hicieron. Fue la última vez.
Cuando Menchu fue despertando en la habitación, se
encontró con el rostro amable de una de las enfermeras de la clínica
, quien con una gasa humedecía sus labios. Todo ha ido bien
señorita Von Jansen -le dijo- Solo hubo un contratiempo sin
importancia; una ligera arritmia durante la intervención, pero
pronto logramos estabilizarla. Deberá quedarse esta noche en
observación, solo para asegurarnos, pero no ha de preocuparse . Lo
primero que hizo, cuando consiguió recuperar su voz tras la
anestesia, fue preguntar por Marcus, pues una horrible corazonada le
hizo temerse lo peor. Ahora debe descansar- recibió como
única respuesta.- Después la enfermera cerró la puerta con
suavidad, dejándola sola en aquella habitación equipada a la
última, de la clínica del Dr. Neskens. Marcus se había hecho cargo
de todos los gastos. Fue su regalo de despedida.
A la mañana siguiente fue dada de alta. Tuvo que
coger un taxi, que la llevó hasta su pequeño apartamento. Allí
estuvo llorando y maldiciendo su suerte, tratando de asimilar su
nueva situación, encerrada durante quince días seguidos. Sus
llamadas no eran respondidas, es más, al otro lado de la línea, una
voz robotizada de mujer aseguraba que el número marcado ya no
existía. Desesperada, buscaba el apellido de Marcus en la guía.
Pero De Jong era un apellido demasiado común y no pudo encontrar nada. Más
tarde, haciéndose pasar por una cliente, y tras mucho insistir,
consiguió a través de una agente comercial de su empresa (la cual
más que probablemente después fuera despedida) la dirección de su
casa . Allí se presentó aquella misma noche, aporreando la puerta y el timbre. Cuando llegó la policía para llevársela detenida (al
final solamente fue trasladada de nuevo su apartamento, pues los
inquilinos no efectuaron denuncia) vio como tras las grandes
cristaleras, de aquella casa con jardín, un par de sombras inertes la observaban; un
hombre y una mujer; eran altos; vestían con anchos pijamas; una de
ellas le pareció que podía ser la silueta de Marcus, aunque ya no
estaba segura de nada.
Ha comenzado a chispear, pero ella apenas se inmuta y permanece sentada en el banco. Alguien desciende de un tranvía, se acerca
por detrás y oculta con las manos sus ojos, los cuales se
han vuelto a llenar de lágrimas.
-¿Quién soy? - dice una voz familiar.
-Hola
Frank- responde ella, tratando de disimular su tono sollozante.
Frank es un joven delgado y de baja estatura. Es un
muchacho alegre, a pesar de que siempre viste de negro y lleva
camisetas con calaveras. Huérfano desde una edad temprana, se hace
cargo de la cocina de la taberna, que desde hace unos meses es
propiedad de su tío. Después retira las manos de sus ojos, para
agitar un manojo de llaves frente a ellos.
-Al lío- replica, haciendo un gesto alegre.
Ella sonríe y él ofrece ceremonioso su mano, la
coge del brazo y juntos se dirigen a la entrada del pub. Una vez
dentro, Frank se encierra en la cocina y Menchu se dedica a barrer.
Después pasa la fregona, y cuando se dispone a bajar las grandes
sillas de madera que reposan sobre las mesas, entra el primer
cliente. Es un muchacho, que no parece llegar a los treinta años,
moreno de piel y con la mirada perdida. Viste una camisa blanca hecha jirones. Parece que haya sobrevivido a un reciente tsunami y lleve
varios días sin dormir. Observa el techo del local con los ojos muy
abiertos, después se acerca hacia la barra. Menchu por un momento se
asusta y carraspea exageradamente para llamar la atención de Frank.
Este asoma su sempiterna sonrisa desde la puerta de la cocina. Ya
lleva puesto el delantal y luce una especie de cofia en la cabeza que
le da un aire ridículo. El cliente espera, apoya los codos sobre la
barra, como si le costase mantenerse en pie. Ha cogido una de las
hojas del menú plastificadas y mantiene los ojos pegados a ella. Lo
hace tan cerca que así es imposible que pueda leer nada. Frank le
observa por un instante. Después mira a Menchu, brindándole un
gesto cómplice que trata de transmitir tranquilidad, y vuelve a
desaparecer. Cuando llega a la altura del joven,
saluda con educación, ocultándose detrás de la barra. Entonces él
levanta los ojos de la carta, unos ojos tenebrosos, parece percatarse
de sus manchas cutaneas y evita mirarle directamente a la cara en
todo momento. Nada más abrir la boca descubre que es español,
aunque por algún motivo ya lo había supuesto anteriormente. De
repente parece que al muchacho se le estén agotando las pilas, unas grandes
babas blancas se congregan en las comisuras de sus labios, balbucea
algo ininteligible, señala a la carta con urgencia y desaparece a
toda prisa, en dirección al servicio.
Menchu apunta en una pequeña libreta lo que ha creído entender y pasa la nota a Frank. Este silba en la cocina una melodía alegre, que le acompaña hasta que vuelve a salir de allí. La quiere sonar, así que esta a punto de darse la vuelta para preguntarle de que canción se trata, pero por algún motivo no lo hace. Después se acerca hasta la entrada, y antes de dar vuelta al cartel que cuelga de la puerta, se fija por un momento en el duendecillo sonriente que dice OPEN. Sube los automáticos desde el cuadro y se encienden las luces verdes del interior de la taberna, también lo hacen la gran pantalla de plasma y las máquinas de apuestas, que comienzan al unísono a parpadear. El local ahora parece un lugar más acogedor. Aún así, cuando se dirige de nuevo hacía la cocina, ya no escucha el silbido alegre de Frank; ha olvidado la dichosa melodía, siente vértigo y vuelven a entrarle unas terribles ganas de llorar. Se muerde con fuerza el labio para intentar contenerse; lo consigue. Luego llega hasta el mostrador y se pone el delantal.
Tierra Sumergida (II)
Menchu apunta en una pequeña libreta lo que ha creído entender y pasa la nota a Frank. Este silba en la cocina una melodía alegre, que le acompaña hasta que vuelve a salir de allí. La quiere sonar, así que esta a punto de darse la vuelta para preguntarle de que canción se trata, pero por algún motivo no lo hace. Después se acerca hasta la entrada, y antes de dar vuelta al cartel que cuelga de la puerta, se fija por un momento en el duendecillo sonriente que dice OPEN. Sube los automáticos desde el cuadro y se encienden las luces verdes del interior de la taberna, también lo hacen la gran pantalla de plasma y las máquinas de apuestas, que comienzan al unísono a parpadear. El local ahora parece un lugar más acogedor. Aún así, cuando se dirige de nuevo hacía la cocina, ya no escucha el silbido alegre de Frank; ha olvidado la dichosa melodía, siente vértigo y vuelven a entrarle unas terribles ganas de llorar. Se muerde con fuerza el labio para intentar contenerse; lo consigue. Luego llega hasta el mostrador y se pone el delantal.
Tierra Sumergida (II)
(¿Continuará?)
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