martes, 29 de noviembre de 2016

Dermis


Dermis


     María del Carmen Von Jansen (de ahora en adelante Menchu) aguardaba aquella tarde en la puerta de su puesto de trabajo. Había llegado unos veinticinco minutos antes que de costumbre; sus ojos estaban hinchados, parecía que hubiera estado llorando y se sorbía cada poco la nariz. Como no tenía llaves, esperaba sentada en uno de los escasos bancos de madera que aún se conservaban en la avenida. El motivo de aquel desbarajuste horario se debía a una de sus últimas citas con el dermatólogo, ocurrida hacía unas pocas horas; citas que, en lo que iba de año, ya no podían contarse con los dedos de ambas manos. En esta ocasión le había despachado demasiado rápido. El doctor, que no se puede negar, era un hombre atractivo, había vuelto a decirle que lo suyo era un problema psicosomático. Los análisis y pruebas así lo dictaminaban. Según su opinión, debía de tranquilizarse, tomar de nuevo las riendas de su vida y dar carpetazo al pasado. Quizás hacer un viaje, tomar distancia, había insistido, mientras limpiaba la montura de las gafas con su bata blanca; acto que le pareció otro síntoma más de su desinterés hacia ella. En cuanto tu cabeza se despeje desaparecerán las manchas, había concluido, posando su suave mano de médico sobre su hombro y casi susurrándole al oído.


     Si solo fueran estas horribles manchas -es lo que se repetía - sentada en aquel banco de la avenida, mientras pasaba por delante de ella un autobús de dos plantas repleto de turistas japoneses. Después del aborto empezó a sufrir problemas de tiroides y en menos de un año había engordado más de treinta kilos. Vale que también había descuidado su alimentación debido a la depresión, pero no creía que fuera para tanto. Era obvio que sucedía algo más. Algo que desconocía y crecía cada día en su interior. Pasar las noches comiendo helado y fumando cigarrillos, hasta ver salir el sol, fue su personal forma de venganza. Una solución , a sabiendas inútil, con la que llenar el profundo agujero que había dejado la marcha de Marcus. Buscaba el error, el día en que todo se había torcido, un detalle, una mirada, una palabra equivocada, un polvo desagradable, algo, necesitaba cualquier cosa urgentemente; si no iba a perder la cabeza del todo.


    Sabía que existía una manera de darle un buen escarmiento, pero sería ir demasiado lejos; y aunque a ella (al menos en este momento) no le importaban en absoluto las consecuencias, estaba su madre, que aunque ya mayor, no podía permitirse de nuevo la perdida de otra hija. Pero, en el fondo, de que serviría llevar a cabo tan brutal acto. Quizás la pena solo le acompañara por unos meses y su recuerdo se acabaría difuminando. Aparte ¿Cuál sería la imagen que él conservaría de ella tras su muerte? ¿La de la amante bella y apasionada ? O la de la mujer gorda y trastornada con una enfermedad cutanea que la desfiguraba. Si se quedara con está última, sería una imagen pasajera y él la olvidaría pronto, pues las mentes lúcidas desechan con rapidez todo lo que no necesitan, y siendo francos, la de Marcus, aunque cruel, seguía siendo una mente lúcida. Y si, por el contrario, perdurase en su memoria la representación de la amante bella y sensual, puede que en alguno de sus futuros orgasmos ella se colase en su cabeza en el momento oportuno, probablemente con tal fugacidad que no diera si quiera tiempo a que se formase con nitidez su recuerdo, y así acabaría su rostro mezclándose con el de todas sus anteriores conquistas y vete a saber con que otras sucias perversiones.


     Pero si algo no había cuidado Marcus, en aquella relación, habían sido las formas. Cuando rememoraba su último encuentro, sentía una especie de fatiga en el pecho que transcendía lo emocional y le hacía temerse lo peor. Sería casi cómico morir de un infarto, mientras él almorzara plácidamente con su mujer, sentado en el jardín, llevara a sus hijos a jugar al hockey, o se acostara con cualquier putilla. Por eso a veces fantaseaba con tomar la más drástica solución, pues al menos así cargaría un poco más la mochila de su culpa. Negar ahora que su comportamiento tuvo algo de extraño durante las últimas semanas sería mentir. Pero cuantas veces se había mentido a si misma, pensando que él podría llegar a abandonar a su familia y comenzar de cero. En cierta forma, Marcus había contribuido a alimentar todas estas ilusiones, sobre todo al principio. La idea de viajar por el mundo y acabar estableciéndose en España , en alguna de las islas Canarias -habían determinado- (La Palma o Lanzarote, acabaron por ser los lugares elegidos para ello); vivir de la tierra, montar una huerta ecológica o una pequeña granja; aprender las técnicas de pesca de los nativos y hacer el amor en una cala distinta cada atardecer... solían ser temas recurrentes aquellos felices días. Además Menchu era medio española, lo cual facilitaba todavía más las cosas. Después de proyectar, tumbados sobre la cama del hotel de turno, su futura vida en común, ella le besaba con dulzura, luego se montaba encima de él y hacían de nuevo el amor.


     Aquella última mañana en la que se vieron, él la había acompañado hasta la clínica. Ya estaba embarazada de dieciséis semanas y la cuestión no podía demorarse más . A sus ya treinta y nueve años, jamás pensó en tener hijos y en cuanto tuvo la primera falta se lo comunicó a Marcus (que palideció más si cabe). Conjuntamente eligieron la opción de abortar como la única de las posibles. No obstante, cuando se acercaba la fecha, Menchu comenzó a dudar sobre el asunto. Pocos días antes de la intervención, ella simplemente lo dejo caer, casi bromeando. Él se puso echo una furia. Le gritó, arrojándola con violencia sobre la cama, mientras espetaba : Puta interesada. Tú a mí no me vas a joder la vida. Ella se puso a llorar y él pronto se arrodillo arrepentido, besando sus manos y rogando su perdón. Después la dio media vuelta y lo hicieron. Fue la última vez.


      Cuando Menchu fue despertando en la habitación, se encontró con el rostro amable de una de las enfermeras de la clínica , quien con una gasa humedecía sus labios. Todo ha ido bien señorita Von Jansen -le dijo- Solo hubo un contratiempo sin importancia; una ligera arritmia durante la intervención, pero pronto logramos estabilizarla. Deberá quedarse esta noche en observación, solo para asegurarnos, pero no ha de preocuparse . Lo primero que hizo, cuando consiguió recuperar su voz tras la anestesia, fue preguntar por Marcus, pues una horrible corazonada le hizo temerse lo peor. Ahora debe descansar- recibió como única respuesta.- Después la enfermera cerró la puerta con suavidad, dejándola sola en aquella habitación equipada a la última, de la clínica del Dr. Neskens. Marcus se había hecho cargo de todos los gastos. Fue su regalo de despedida.


     A la mañana siguiente fue dada de alta. Tuvo que coger un taxi, que la llevó hasta su pequeño apartamento. Allí estuvo llorando y maldiciendo su suerte, tratando de asimilar su nueva situación, encerrada durante quince días seguidos. Sus llamadas no eran respondidas, es más, al otro lado de la línea, una voz robotizada de mujer aseguraba que el número marcado ya no existía. Desesperada, buscaba el apellido de Marcus en la guía. Pero De Jong era un apellido demasiado común y no pudo encontrar nada. Más tarde, haciéndose pasar por una cliente, y tras mucho insistir, consiguió a través de una agente comercial de su empresa (la cual más que probablemente después fuera despedida) la dirección de su casa . Allí se presentó aquella misma noche, aporreando la puerta y el timbre. Cuando llegó la policía para llevársela detenida (al final solamente fue trasladada de nuevo su apartamento, pues los inquilinos no efectuaron denuncia) vio como tras las grandes cristaleras, de aquella casa con jardín, un par de sombras inertes la observaban; un hombre y una mujer; eran altos; vestían con anchos pijamas; una de ellas le pareció que podía ser la silueta de Marcus, aunque ya no estaba segura de nada.


    Ha comenzado a chispear, pero ella apenas se inmuta y permanece sentada en el banco. Alguien desciende de un tranvía, se acerca por detrás y oculta con las manos sus ojos, los cuales se han vuelto a llenar de lágrimas.


-¿Quién soy? - dice una voz familiar.


-Hola Frank- responde ella, tratando de disimular su tono sollozante.


     Frank es un joven delgado y de baja estatura. Es un muchacho alegre, a pesar de que siempre viste de negro y lleva camisetas con calaveras. Huérfano desde una edad temprana, se hace cargo de la cocina de la taberna, que desde hace unos meses es propiedad de su tío. Después retira las manos de sus ojos, para agitar un manojo de llaves frente a ellos.


-Al lío- replica, haciendo un gesto alegre.


     Ella sonríe y él ofrece ceremonioso su mano, la coge del brazo y juntos se dirigen a la entrada del pub. Una vez dentro, Frank se encierra en la cocina y Menchu se dedica a barrer. Después pasa la fregona, y cuando se dispone a bajar las grandes sillas de madera que reposan sobre las mesas, entra el primer cliente. Es un muchacho, que no parece llegar a los treinta años, moreno de piel y con la mirada perdida. Viste una camisa blanca hecha jirones. Parece que haya sobrevivido a un reciente tsunami y lleve varios días sin dormir. Observa el techo del local con los ojos muy abiertos, después se acerca hacia la barra. Menchu por un momento se asusta y carraspea exageradamente para llamar la atención de Frank. Este asoma su sempiterna sonrisa desde la puerta de la cocina. Ya lleva puesto el delantal y luce una especie de cofia en la cabeza que le da un aire ridículo. El cliente espera, apoya los codos sobre la barra, como si le costase mantenerse en pie. Ha cogido una de las hojas del menú plastificadas y mantiene los ojos pegados a ella. Lo hace tan cerca que así es imposible que pueda leer nada. Frank le observa por un instante. Después mira a Menchu, brindándole un gesto cómplice que trata de transmitir tranquilidad, y vuelve a desaparecer. Cuando llega a la altura del joven, saluda con educación, ocultándose detrás de la barra. Entonces él levanta los ojos de la carta, unos ojos tenebrosos, parece percatarse de sus manchas cutaneas y evita mirarle directamente a la cara en todo momento. Nada más abrir la boca descubre que es español, aunque por algún motivo ya lo había supuesto anteriormente. De repente parece que al muchacho se le estén agotando las pilas, unas grandes babas blancas se congregan en las comisuras de sus labios, balbucea algo ininteligible, señala a la carta con urgencia y desaparece a toda prisa, en dirección al servicio.

     Menchu apunta en una pequeña libreta lo que ha creído entender y pasa la nota a Frank. Este silba en la cocina una melodía alegre, que le acompaña hasta que vuelve a salir de allí. La quiere sonar, así que esta a punto de darse la vuelta para preguntarle de que canción se trata, pero por algún motivo no lo hace. Después se acerca hasta la entrada, y antes de dar vuelta al cartel que cuelga de la puerta, se fija por un momento en el duendecillo sonriente que dice OPEN. Sube los automáticos desde el cuadro y se encienden las luces verdes del interior de la taberna, también lo hacen la gran pantalla de plasma y las máquinas de apuestas, que comienzan al unísono a parpadear. El local ahora parece un lugar más acogedor. Aún así, cuando se dirige de nuevo hacía la cocina, ya no escucha el silbido alegre de Frank; ha olvidado la dichosa melodía, siente vértigo y vuelven a entrarle unas terribles ganas de llorar. Se muerde con fuerza el labio para intentar contenerse; lo consigue. Luego llega hasta el mostrador y se pone el delantal.




Tierra Sumergida (II)
(¿Continuará?)




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